Soy el último testigo de mi cuerpo
Segundo Sueño, Bernardo Ortiz de Montellano
El Sombrerón, de Bernardo Ortiz de Montellano. Versión libre, dirección, coreografía, diseño de vestuario y de luces: Erika Torres Polanco. Música: Pedro Carlos Herrera. Actúan: Víctor Belmont, Carlos Caballero, Analie Gómez, Nili Yamile. Intérpretes musicales: Pedro C. Herrera (piano), Jorge Tovar (trombón), Álvaro Mota (trompeta), Reyna Garrido (saxofón, clarinete), Andrea Herrera (flauta), Juan Herrera (batería), Joe Romero (bajo).
La coreógrafa, directora escénica, diseñadora, fotógrafa y escritora Erika Torres, al adaptar El Sombrerón, de Bernardo Ortiz de Montellano, recupera y amplifica una grácil propuesta teatral del poeta que fundó y editó de 1928 a 1932 la afamada revista Contemporáneos. La directora escénica, secundada por el compositor Pedro Carlos Herrera, conduce a un compacto grupo de actrices y actores, más un sucinto ensamble de intérpretes musicales, para producir un espectáculo en el cual las artes escénicas dialogan, se entrelazan y dan origen a una poderosa experiencia dramática que reflexiona sobre la influencia del mal en la vida cotidiana.
El Sombrerón es parte de la Temporada Olimpo 2021 con la que reabre sus puertas, cerradas durante un largo año, el teatro del Centro Cultural Olimpo del Ayuntamiento de Mérida, pese a los fundados temores por la pandemia. En el marco de estrictas medidas sanitarias, es alentador el estreno de la obra, el 22 de abril de este año, pues generó una atmósfera de esperanza en la continuidad de la existencia, si bien las circunstancias del estreno sumaron desasosiego a la oscura fábula de un personaje fantasmagórico y su funesta intervención en la vida de una familia de campesinos.

La historia que desarrollan en escena Torres, las actrices, los actores e intérpretes musicales, la comparten los pueblos mesoamericanos como creencia legendaria: debido al adoctrinamiento católico, los antiguos dioses de la selva y el bosque han devenido El Sombrerón en las culturas de Centroamérica. Aquél es el Malo, el Enemigo, una personificación de lo infausto demoníaco, que en otras regiones de México recibe el nombre de El Catrín. El premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias lo ha recreado en las hermosas narraciones de su libro Hombres de maíz, apelando a la raíz maya quiché. En el pensamiento mágico de los pueblos zapotecos y mixtecos de Oaxaca, este personaje recibe el nombre de Chikón Nanguí (Señor o Dueño del Monte), espíritu protector del mundo vegetal y animal. Otra de las personificaciones de este ser, en el pensamiento mágico maya yucateco, da origen a la leyenda U tunchil kej (La piedra del venado).
El Sombrerón que nos presenta Erika Torres está habilitado con los signos de nuestro tiempo: sombrero tejano, indumentaria lustrosa, botas de narcopotentado. Es la “amenaza inelegante” que desborda mal gusto, astucia y, como el diablo de Vélez de Guevara, es cojuelo, al grado que se apoya en un bastón, pero con aplomo a prueba de burlas. El actor Víctor Belmont lo encarna con presencia a la vez donosa y retadora, tan aviesa como elocuente.

Para esta versión escénica, El Sombrerón —pese a su indumentaria urbanizada— habita en el monte, en la selva, como marca la tradición. Se presenta para ejercer una funesta influencia en la vida de la familia campesina formada por la Mujer, el Padre y el Hijo (Analie Gómez, Carlos Caballero y Nili Yamile, respectivamente). Mientras el Padre y el Hijo salen de cacería, El Sombrerón aprovecha para seducir y preñar a la Mujer que habita la choza. Cuando los hombres llegan a su casa, perciben el paso del Enemigo e intentan en vano aniquilarlo. Al perseguirlo en la selva, persiguen su propia perdición. Se adentran en el inframundo y de él vuelven tan obcecados como antes, mientras el demoníaco rival se solaza en la próxima ruina de sus antagonistas. Sin embargo, al concluir la obra, el ser maligno entona una cumplida lamentación por la humanidad, pues más sabe el diablo por viejo que…
La bailarina y actriz Nili Yamile, el actor Carlos Caballero y la actriz Analie Gómez interpretan con solvencia a los innominados hijo, padre y mujer del drama que, si bien narra una tragedia en la que interviene lo sobrenatural, dentro del género dramático se presenta como un melodrama intenso y bien balanceado, de acuerdo con la concepción de Ortiz de Montellano. (La palabra melodrama tiene hoy connotaciones peyorativas, mas no hay que olvidar grandes modelos del teatro, como Casa de muñecas, de Ibsen, o ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, a la vez espléndidos melodramas).

Es necesario señalar el trabajo actoral de la bailarina Nili Yamile (asistente de dirección y de entrenamiento corporal, también), pues sobresale junto con el de Víctor Belmont, fortaleciendo el buen desempeño de sus colegas Caballero y Gómez. El cuarteto de intérpretes entona con solvencia los parlamentos y poemas de Ortiz de Montellano, pues la adaptación de Erika Torres no se limita a actualizar el texto de El Sombrerón, sino lo enriquece con fragmentos del mejor poema del autor, Segundo sueño, y de su Himno a Hipnos. La diestra escritora que es Torres agrega algunas líneas propias, que no desdicen el buen material adaptado.
Cuando se sequen en la jícara todos los pájaros y todas las mariposas, cuando se calcinen los huesos que no tengo, desnuda en el dintel de los desiertos, Entonces… ¡Esparce mi corona de equilibrios! y volarán algodones sin destino, más allá de la boca de la Ceiba abreviando mi silencio en su silencio, para que el árbol goce de su verde para que el hombre nutra su ceniza para que el alma su cordaje mida Para que el sueño con sus pies descubra la morada precisa de la muerte Tiene el ojo conciencia de lo inerte Y la voz; el silencio y la penumbra Para que el sueño con sus pies descubra La morada precisa de la muerte. |
De este modo, la puesta en escena de En Boca de Lobos Producciones revalora el legado de un poeta mexicano a quien los críticos suelen colocar por debajo de sus célebres compañeros del grupo Contemporáneos: Carlos Pellicer, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Gilberto Owen. El melancólico destino del escritor que le dio nombre al grupo y a la epónima revista literaria que de 1928 a 1932 renovó la literatura nacional, es fungir como un poeta menor, un invitado a quien los grandes e irascibles poetas toleraban “por su amistoso carácter”. Sin embargo, Ortiz de Montellano —en el archipiélago de soledades que constituyó con los ya nombrados, y también con Jorge Cuesta y Enrique González Rojo padre— fue quizá el poeta más versátil del “grupo sin grupo”. Lo demuestran sus elegantes incursiones en la lírica popular (Trompo de siete colores), su dominio del soneto clásico (Muerte de cielo azul) y sus mejores muestras de vanguardismo (Red, Sueños, Hipnos).

Erika Torres ha leído con entusiasmo al poeta y asimila su flexible maestría a un libreto en el que los mejores rasgos líricos del autor acrecientan y perfeccionan el sentido dramático y simbólico de la obra, concebida, curiosamente, para representarla con títeres. Este montaje, beneficiario del Fondo Municipal para las Artes Escénicas y la Música 2020, justifica con creces el apoyo de fondos públicos. Fue un desafío para la compañía ensayar en condiciones de emergencia sanitaria, en un período antagónico a teatristas y profesionales de la música. Sin embargo, la determinación del grupo de creadores e intérpretes llevó adelante el plan de la directora. Permite ahora disfrutar esta fábula erótica, mágica y lúgubre.
Ortiz de Montellano es muy sutil en su texto para plantear el juego de seducciones y perdición que El Sombrerón inflige a la familia campesina. Mediante la repetición de imágenes expresivas, moduladas por ligerísimas variaciones, establece el fatal destino de la familia asediada por el Maligno, cuyo proceder no carece de sentido ecológico (se enardece contra los hombres porque han cortado una ceiba sagrada). Erika Torres, en su adaptación, utiliza fragmentos de otras obras de Ortiz de Montellano para ahondar en ciertas escenas, y un discurso final que esclarece la trama y al mismo tiempo es una elegía por la humanidad doliente. Su adaptación es una memorable puesta al día de un poeta que merece lecturas a profundidad, como la que ha consumado Torres.
Enemigos del hombre y otra vez enemigos, con insistencia ciega les insisto: Es justo que el hombre valga, ni más ni menos, el valor del hombre, sin torturas de infancia, sin tormentas de viejo, sin propiedad de nada, ni de nombre o prestigio o bien alguno que defender a espada… pero al final del día, hagan que el hombre valga, ni más ni menos el valor del hombre… y nada más. |
La creatividad de Torres y su colaboradora Yamile le añade a la obra una dinámica plasticidad que Ortiz de Montellano difícilmente pudo imaginar en su tiempo (nació en 1899, falleció en 1949). Los añadidos dancísticos, además de responder con gallardía a la bella música de Pedro Carlos Herrera, de pronto asumen un encanto superlativo: la confrontación entre el Padre y la Mujer una vez que El Sombrerón ha seducido a aquélla; el enfrentamiento entre el Hijo y El Enemigo que se burla de él; y en particular dos episodios: la historia del joven Tamazul, quien se transformó en sapo, esbozada por el autor quizá como “comic relief”, pero que Nili Yamile transforma en regocijante fantasía; y el parlamento del Espíritu de la Tierra, que Ortiz ideó para un personaje masculino y Torres confía, con acierto, a la diligente Analie Gómez.
Para su puesta en escena de El Sombrerón, Erika Torres ha contado con la asesoría teatral de Luis Martín Solís, con quien ha colaborado en otros fascinantes montajes de ópera, danza y teatro. El vestuario diseñado por la misma directora va de la justa sobriedad de los personajes campesinos al displicente exceso de El Sombrerón con atuendo “narco”, con lo cual la también autora consigue insertar un comentario visual inquietante sobre la etapa histórica que nos toca vivir. El anacronismo de un personaje legendario “a la moda” no implica profecías; refleja una dolorosa realidad que está a la vista: el mal se atavía con dudosas galas.
La partitura de Pedro Carlos Herrera, dirigida e interpretada por él mismo, su hija Andrea, su hermano Juan y sus colegas Tovar, Mota, Garrido y Romero, añade espléndida dimensión sonora al hábil trazo escénico de El Sombrerón. La ascendencia jazzística de las composiciones va bien avenida con el ambiente de la obra, que el poeta Ortiz quizá previó con fondo de Halffter o Galindo, compositores del periodo nacionalista. Contra esas expectativas, la música de Herrera para esta adaptación tiene suficientes momentos sublimes, refrescantes y acuciantes para consolidar la exquisita vivencia que es asistir a las andanzas de El Sombrerón, drama lírico remozado por Erika Torres en su puesta al día y en escena.
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