Crónicas de una maestra a su paso por Yucatán
Fue una noche sin luna del mes de diciembre cuando conocí por primera vez la comunidad de San José Eknakán ubicada en el territorio que en 1790 fuera una hacienda ganadera, propiedad de don Gregorio Antonio Pastrana, para luego pertenecer a don Ricardo Molina Solís, hermano del entonces gobernador y hacendado don Olegario Molina Solís
Esa noche los alumnos del Telebachillerato me invitaron a disfrutar la pastorela que les ofrecieron a todos los lugareños en una gran explanada al lado de la imponente Iglesia cuyo pináculo hizo que me persignara más de tres veces y no precisamente por mi lado religioso sino por el temblor de mis rodillas que, como castañuelas, me recordaron todo el tiempo el miedo que sentí al ver en ese edificio el reflejo de la fiebre neogótica que se vivió en Europa a finales del siglo XIX y principios del XX, no ajena a esa potencia económica de nombre Yucatán lleno de aristócratas que relatan las paredes del recinto.
El majestuoso edificio es muy alto, y en noche sin estrellas todavía más, las dos columnas que flanquean los tres arcos terminan en una pared en la que descansa un antiguo reloj; maquinaria que cuando la vi no dejé de tararear casi como susurro la estrofa de esa canción de Crí – crí que mi madre malosamente nos cantaba a mi hermana y a mí cuando tardábamos en pegar el ojo:
La torre negra crece a medianoche, cuando el búho canta, uh, uh, uh. Vuelan las brujas, en grandes escobas, al juntarse las agujas del reloj…
De admirarse son también sus vitrales, ya muchos deteriorados y rotos, mismos que por dentro han de cumplir con la función metafísica y el efecto sorpresivo trascendente que impulsa a los fieles a elevarse a una esfera suprasensorial, experiencia que no pude experimentar por no conocer el espacio por dentro.
Personas de la comunidad me relataron que un día a don Bartolo, un conocido albañil, casi lo mata un rayo una tarde de lluvia al estar adentro de la iglesia tratando de arreglarla. El flamazo de luz que salió de uno de los apagadores y el aventón que sintió aquel hombre fue un aviso de que no debía seguirse tal restauración, por lo menos bajo nubes negras, porque el majestuoso pico, que se cree que es para rayos, sin duda, amigo no es de los días lluviosos. Pobre don Bartolo, me imagino que desde aquel día cumplir con la misa del domingo significó caminar varios kilómetros a la iglesia del poblado más cercano.
En fin, esa noche aprendí mucho, pero lo mejor fue que me reí más, los alumnos representaron una pastorela llena de ocurrencias en la que todos los poquitos niños, ancianos y jóvenes en esa noche negra iluminada con el único arbotante de la cancha de ese pueblito que, en maya significa “la casa obscura de la culebra”, constatamos que todavía hay lugares que en comunidad se puede pasar un rato inolvidable y a pesar de todo lo tétrico que pueda existir en este mundo, la Navidad sigue siendo una fiesta esperanzadora en todos los sentidos.
Debió ser una pastorela linda, con el escenario que describes. Un abrazo, saludos!