La resonancia de las gotas se acrecienta en la ventana, miro la calle humedecida y el trajinar de los transeúntes, me transporto al viejo rincón donde tantas veces nos refugiamos de los demonios internos y de los pesares externos, ahí observamos la misma escena de lluvia muchas veces, el olor a pan recién horneado y el café humeante nos reconfortaba, sobre la mesa exponíamos orgullosos las lecturas en turno, algunas de ellas aún me acompañan, discutíamos el mismo tema una y otra vez, con la misma pasión que lo hacíamos sobre las novedades en el acontecer universitario y el devenir mundial, lo menos relevante eran los temas de la intimidad, esos, los dejábamos para ser acompañados en las tardes de licor o en las caminatas nocturnas rumbo a lo inesperado.
En ese viejo rincón, el mismo del cotidiano café descrito en la novela no editada, revelamos los sueños y senderos, trazamos la ruta que por años anduvimos, pero, también, comenzó a gestarse la duda que habría de carcomer los hilos de la misma forma en que los buitres circundantes devoraron los consensos y revirtieron las alianzas, sí, los mismos carroñeros que hoy se atreven a gesticular alabanzas olvidando que la osadía de entonces persiste intacta, sin importar los “buenos consejos” y la homilía profana que envenenó el vino y el café.
La lluvia cae y recuerdo el mismo barrio en que recitamos los primeros poemas, cuando alejados de la mercantilización del ser, aún se podía apelar a la razón como una herramienta en el combate, en esos años en que las horas eran apenas atisbos de la memoria en construcción, donde afinábamos las palabras para decir lo preciso y no lo convencional, por eso ahora, entre recuerdos acrecentados con la lluvia y el gris de los días, me pregunto quién pudiera verdaderamente esperar que el silencio se instaure para dar lugar a la complacencia, los halagos y los puestos, cómo podrían creer que frente a tanta ignominia y tras unas cuantas batallas, la conciencia pudiera dar marcha atrás y acallarse traicionando a tantos miles que antes de nosotros anduvieron los mismos senderos buscando completar la esperanza.
El precio de la libertad se conoció y quizás tuvo que ser pagado, pero no hay lugar para el arrepentimiento, las lágrimas de la soledad ante la avaricia indicaron lo que reiteradamente profesamos: de nada sirven los escaños, las medallas y los honores manchados por el desdén al prójimo y a las urgentes necesidades de la humanidad. Nuestros pueblos aclaman todavía la reiteración de la escritura a su favor, y por eso es que nuevamente me pregunto, quién se atreve a hablar de humanismo deseando que los tópicos cambien mientras padecemos aún pobreza, violencia sistémica, explotación, segregación, opresión, represión, golpes de Estado, injerencia imperialista y tantos otros males connaturales del capitalismo, quién pudiera creer que sumarnos a la “pureza” de los intelectuales de sala y salón podría ser lo que imaginamos.
En tardes como la que acontece, la inclemencia me transporta a los días primigenios, entre cafés y libros, en el cónclave jubiloso de fraternidad donde vislumbramos escribir en aras de la libertad, y es que nada ha cambiado, aunque debo confesar que en cada ocasión al transitar aquellas calles, la vista vuelvo hacia el viejo rincón en el que tantas veces vimos al mundo llover.
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