El 11 de febrero es el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, un día designado por las Naciones Unidas para «promover el acceso y la participación plena y equitativa en la ciencia de las mujeres y las niñas». Aunque dicho así, tan formal, alguno habrá que no se entere bien de qué es lo que hay que promover ni cómo se participa plenamente. El 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer, sea o no sea científica. El día en el que las empresas cambian el logo a color morado, piden a la única directiva que baje a soltar cuatro proclamas ante los micrófonos y hacen descuentos exclusivos para mujeres. Utiliza tú código MARZO8 y benefíciate de un 8% de descuento, princesa.
Como yo tiendo a descreída, ni uso los hashtags de Twitter, ni me pongo la camiseta morada que ha cosido una mujer en Bangladesh. Llámenme arisca, si quieren. Para mí, el feminismo se hace escribiendo y, sobre todo, leyendo. Como Agatha. Como Marsha. Una historia de mujeres en la ciencia que se unieron para salvar la vida a una tercera.
Agatha era una inglesa nacida en el siglo XIX que aprendió a leer ella sola y que estudió lo que pudo y lo que le dejaron. Durante la primera guerra mundial hizo un cursillo acelerado de enfermería y empezó a trabajar en la farmacia del hospital donde su sueldo anual era el equivalente a 600 euros de ahora. Agatha, que había estudiado a los clásicos en el colegio para señoritas, se dio cuenta de que con su pequeña báscula y su redoma era igual que las Parcas (o las Moiras) que sostienen el hilo de la vida y unas tijeras. Unos microgramos de digoxina –extracto de digital–servían para reactivar el corazón y devolver a la vida. Un poco más, muy poco, y el medicamento salvador mataba. Todo era cuestión de medida y de intención.
Terminó la guerra. Agatha se divorció de su marido, trabajó para salir adelante, viajó mucho, hizo fortuna. Visitó varias veces Egipto, Siria, Irán, Irak y conoció por allí conoció a su segundo marido, el bueno, el que le era fiel. Puede que en algún momento cruzase en barco a Catar, que pasease por Doha y respirase el mismo aire que Fátima, la segunda mujer de esta historia. Eso es lo más cerca que pudieron estar una de la otra. Agatha murió en Inglaterra en 1976. Ese año, en Catar, nacía Fátima.
Fátima era cautivadora, como todos los bebés. Una niña preciosa, despierta. Una niña de algodón y canela. Una niña que había llegado a los 19 meses hermosa y llena de salud. Pero ahora, de repente, Fátima se moría sin que nadie supiera la causa. Su caso, publicado en el British Journal of Hospital Medicine, se llamó “La ratonera diagnóstica”. No había forma de dar con la clave. Parecía el efecto de una maldición.
¡Cómo nos gusta a los cínicos decir que la gente es mala y egoísta! Pero resulta que también hay gente generosa y solidaria. Gente que se vuelca en salvar la vida de una niña del otro lado del mar. Fátima y su familia fueron trasladados a Londres para que la niña pudiera ser atendida por el eminente Víctor Dubowitz. Un genio de la pediatría. Hay un síndrome con su nombre (el mayor honor en medicina) y también un test para estimar el estado gestacional. Fátima no podía estar en mejores manos.
Aun así, Fátima se moría. El mejor médico y todo su equipo iban y venían a su camita, la examinaban, tomaban muestras, discutían, se marchaban murmurando a consultar los resultados de las pruebas y detrás quedaba Fátima, agonizante, y su enfermera, Marsha.
Marsha era, ante todo, una mujer con ganas de saber. Ávida lectora, lista, observadora. Marsha había estudiado como no pudo hacerlo Agatha. Su sueldo era un poquito mejor. El mundo había cambiado. Poco, pero había avances. Marsha ya ni siquiera tenía que vivir interna en el hospital y era libre para casarse sin que eso significara perder su trabajo.
En una película, el espíritu de Agatha, la enfermera que apenas pudo estudiar, seguiría a Marsha por los pasillos del hospital para susurrarle una idea. En la vida real, Agatha y Marsha trabajaron en hospitales diferentes así que no hay ni susurros, ni fantasmas, ni nada. La única magia en esta historia es el acceso al conocimiento. Mujeres que leen y mujeres que escriben.
En 1917 una enfermera concienzuda estudia los efectos de cada compuesto que pasa por sus manos. Se lo aprende tan bien que, años más tarde, en 1961, describe con todo rigor científico los síntomas de un veneno en un libro. Podía haberse inventado los detalles. ¡Total! Era una novela. No tenía por qué ser tan minuciosa. Podía haber sido más perezosa y menos científica. Agatha.
En 1977 otra enfermera lee un libro en el metro. Está cansada del trabajo y cuando llegue a casa todavía tiene que hacer la cena. Tiene poco tiempo y poca energía, pero en ese pequeño rato lee. Porque quiere saber. Porque la curiosidad es un derecho. Porque tantas mujeres han visto su alfabetización negada. Marsha.
En su camita del hospital, Fátima agoniza.
No hay fantasmas susurrando pistas, ni carreras desesperadas por los pasillos, nada que permita un buen un montaje cinematográfico. Ni siquiera la clásica escena en la que el joven y arrogante ayudante del médico le corta el paso a Marsha diciendo que a nadie le interesa la opinión de una enfermera. Es todo más aséptico. Un simple, “Dr. Dubowitz, Fátima tiene envenenamiento por talio.”
Hacen falta al menos mil palabras para hacer justicia a la frase. Talio, un nombre bonito para un veneno terrible. Una sustancia esquiva, infrecuente, casi imposible de reconocer y de detectar. Un veneno que antaño se utilizaba para tratar afecciones de la piel y para matar cucarachas, pero que llevaba años prohibido en Europa. Tan raro era, que en el hospital no tenían máquina para hacer las pruebas de detección de talio y hubo que pedirla prestada a Scotland Yard. Talio era lo que Agatha Christie describía en su novela con la precisión y exactitud de un vademécum. Talio lo que mataba a Fátima. Talio lo que solo Marsha supo reconocer.
Fátima se recuperó en cosa de un mes gracias a una novela. Por eso, esta es una historia del 11 de febrero, Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, y del 8 de marzo, Día de la Mujer, y del 12 mayo, día de la Enfermería. Una historia de todos los días en que las mujeres aprenden, escriben y leen.
Conmovedora historia 👋👋
Maravillosa y bien documentada historia. Feminismo bien entendido y no Feminismo de marketing.
llámenme arisco, si quieren, a mi también.
Alicia: Sabes perfectamente y logras mantener la atención del lector, sobre la suerte final de Fátima. ¡Por fin! en las cuatro últimas líneas, respiramos con agrado al leer que Fátima se recuperó. Bella historia.
Me encantó esa historia y además muy bien escrita
Bonita historia y muy bien relatada
Alicia siempre en tu línea
Muy muy muy interesante. Maravilloso artículo que debe ser viral. Gracias Alicia por tus publicaciones