Somos de la tormenta el fuego
Somos de la tormenta el fuego de la lluvia en un día cualquiera, el agua hostil de los navíos que imprime su ráfaga secreta en los cumulonimbus del lenguaje, cuando se precipitan las palabras, entre la oscilación y la caída, como yunque de aire afilando su muerte, mientras las marejadas del olvido arrastran sus precarios lienzos hacia el banco de arena donde agonizan desquiciados y hambrientos los amotinados. Cadáveres del tiempo encallan en el museo sin fondo de tu angustia, son oleajes de pájaros que flotan entre los matorrales del silencio caníbales agonizando sobre los restos de su propia carne ¿Por qué te hundes en el mar helado intentando encontrar en el naufragio los muebles herrumbrosos de tus playas? Entiende que el recuerdo es una isla sumergida en la región del viento, donde calles, columnas y anfiteatros proyectan su trágica opereta bajo los arrecifes del espejo. Más allá del vendaval donde giramos eternamente en círculos concéntricos no queda más que temblar como los pájaros que acompañan el descenso del Poeta hacia el primer infierno que es el último. Fugitivos del sol, fraguados en el polvo del crepúsculo, bajo escombros del templo en el que reptan las voces de los dioses, en la imprevista maniobra del destino que hunde bajo la quilla nuestras células, hemos de navegar hacia la bruma, hacia donde fracasa el texto. Evocaremos el sueño de la lluvia en la vigilia ancestral que nos desborda, hasta encallar en coralinos arrecifes los barcos de cristal de nuestra infancia Somos la tempestad que arrasa el agua de sus ruinas, zozobrando en cajones de parábolas (Por la frágil oruga del techo la constelación de Orión se ha desplomado) Tristes cachorros espían el invierno abajo del armario. Son los héroes que volvieron a Ítaca hacia el seno caliente de la hembra, mientras escuchan los tambores lejanos, laberinto de redes en los ojos del miedo Sobre el inmenso abismo nadan, raros, los náufragos[1] En esta misma Troya donde yacen mujeres de incienso ¡Cuántas hojas destrozadas antes de crear la palabra! como si fueran golpes de sandalias en la euforia del vino, como si entre tú y yo mediara un crótalo de infinito veneno presagiando el desierto con sus ruinas de música. Cuando en la madrugada fluyen como ríos las acuáticas danzas, las guitarras del monte, los himnos de la piedra, las aureolas del tiempo, demonios que se abaten en las cumbres del aire Pétrea desolación de nautiloides invocando a los dioses paleozoicos, olas de pergamino que arrebatan las costas, evocación de mareas tempestuosas en el vaivén de un ángel Un Heráclito viejo esperando limosna en la orilla del mundo. tiene un hábito gris de lobo desgarrado. Te empujará hacia el Tártaro con el invisible movimiento de sus arrugas, señalando el ocaso de la herida donde sangra tu pecho, un camino de líquenes y sauces soplando en torbellino por tu piel. La tempestad nos danza en la lujuria se abandona la muerte suicidándose, con marcas de horizonte abriendo su garganta. Sólo el mar puede reconstruir las cosas olvidadas, sólo en la casa de la profundidad los árboles son pequeños aullidos de soldados en guerra. Uno se siente libre en los rumores del Otro, en el manar de Whitman o de Eliot, de Séneca, Virgilio Safo, los besos andaluces, los vestigios del áuriga. El agua hostil entra a raudales por las grietas de los navíos. La tempestad arrecia. No es el agua es la sangre. La ciudad irreal inventada en el centro de la herida, donde un dios de concreto con lágrimas de caucho hace temblar los vidrios de los pozos donde habitan fantasmas, esos hondos caprichos del esperma, minúsculas hormigas de vidrio en las volutas del habla, de la canción sellada como labios desnudos, la serpiente bajando hacia los corredores de la civilización… Pronto hervirán de furia nuestros barcos. Porque así en remolinos desnudó la noche nuestros fuegos. Los relámpagos claros, abanicos de seda en nuestros dedos amarillos clamarán su abandono, dejarán de arrastrarse por fugaces epítetos, sacudirán las islas de su rabia al emerger la voz del Odiseo atrapado en su mástil hasta que se distinga en la cruel espuma la sirena del caos. Narcisos hostiles caen por la borda, Vagan entre la espuma con sus heliotropos desgajados trenzados con espículas al maquillaje flexible de sus rostros. Dulcemente los oscuros anfibios hunden sus enigmas en los labios húmedos de sedosas metáforas tímidamente abiertas, lobas que en pleno grito de violación arrojan sus alegorías y cubren de placer sus hermenéuticas, traspasadas de lujuria muerden los corzos gramíneos masacrándolos hasta el umbral de su semántica inerme, bajo el tul florido de arrecifes. Otros visitan el abismo entre las grietas de la ola,[2] Escafandras de almeja desvanecen la eclíptica, tesoros antiguos expuestos en pantallas, fotografías de yelmos, espadas, cañones, calamidades etéreas adicionadas al caldo primigenio, cadáveres de caballos y cráneos con la mirada triste guiando a Dante a través del Infierno, hacia los templos destrozados por una barahúnda de siglos, donde giran en lúbricos deseos los amantes. Nos venció la tormenta Nuestra nave arrastrada por el tiempo Se ahoga en la nostalgia Anhelamos las nubes afiladas con sus besos hostiles Pero hemos de abandonar los remos en las costas del vientre preñado en el desasosiego de sus noches ¡Hasta que el remolino nos devore! [1] La Eneida, Publio Virgilio Marón (70 a.C.-19 a.C.) [2] Eneida, 1, 81 – 123 |
Caos
Hoy fuimos testigos irreales del mar donde se oculta nuestra muerte. Al cruzar las avenidas trazadas en los cajones de la ciudad sin nombre, cuando al sonido de trompetas infernales el Imperio de los Grandes Filósofos se precipita al Caos Vimos la destrucción de Troya en nuestros ojos ciegos, un ángel oxidado royendo la cadena de signos que nos mantiene vivos ¿Acaso podremos huir de los cables donde se alimenta el parpadeo de nuestra voluntad? Esta huella es el peso de un tigre descansando en la hierba Esta mesa, bajo una lámpara, bajo una ventana cerrada por los brazos de la noche, este recuerdo de mi propia eternidad imaginada en la destrucción de mi escritura, estas ruinas melancólicas fragmentan los espejos del templo donde se corroen los artefactos de nuestra memoria Traspasaremos las puertas invisibles donde dioses vegetales observan, con prismáticos de agua, cadáveres de tiempo. Si acaso la mujer de Lot vuele la cabeza y se detiene a observar esta ciudad en llamas, un llanto de sal creará partituras de aves que fluyen como ríos bajo el dolor del mundo Habremos de naufragar en el lenguaje, ahogados en la periferia del silencio |
Responder