El síndrome de Estocolmo pervive porque nació en los años setenta. Hoy habría sido diferente. La palabra de una mujer tiene más valor y, sobre todo, se ha perdido esa confianza ciega en la policía. Hoy no habría habido un síndrome de Estocolmo, de la misma manera que tampoco hay un síndrome de Minneapolis para la gente que, como George Floyd, dejan de respirar así porque sí, sólo porque les están pisando el cuello.