Para mí, el feminismo se hace escribiendo y, sobre todo, leyendo. Como Agatha. Como Marsha. Una historia de mujeres en la ciencia que se unieron para salvar la vida a una tercera.
Traigo dos historias, dos historias preciosas pero que casi, casi, no tienen nada que ver una con la otra salvo porque las dos se refieren al teatro
Si enero es el mes de los propósitos y de los esguinces por salir a correr con hielo en la calle, diciembre es el mes en el que secretamente nos arrepentimos de todo aquello que no hicimos.
El síndrome de Estocolmo pervive porque nació en los años setenta. Hoy habría sido diferente. La palabra de una mujer tiene más valor y, sobre todo, se ha perdido esa confianza ciega en la policía. Hoy no habría habido un síndrome de Estocolmo, de la misma manera que tampoco hay un síndrome de Minneapolis para la gente que, como George Floyd, dejan de respirar así porque sí, sólo porque les están pisando el cuello.
Nunca he tenido muy claro dónde está el límite de la literatura. La última moda dice que todo texto puede ser literario y en las universidades se estudian cartas y diarios personales con la misma atención que si fueran un cuento de Borges, aunque con mucho menos jugo. Yo me he leído la correspondencia de Pedro Salinas y, qué quieren que les diga, es mejor su poesía.
No era una pandemia, era el fin del mundo. Un final que se estiraba. No es de extrañar que la poca población que quedaba se obsesionara con el tema de la muerte, explorándolo a través del arte