El escenario
Me encontraba en un escenario, actuando frente a una multitud. Las luces me cegaban y el ruido del público me mareaba. Algo era diferente. Me sentía cómoda, segura de mí misma. Miré hacia el público y vi a una niña sentada en la primera fila; me miraba con admiración. Era yo misma o una versión infantil de mí. Traía los ojos llenos de sueños y esperanzas. Me sentí confundida. ¿Cómo era posible que yo misma estuviera en el público? Pero antes de que pudiera responderme, la niña se levantó y se acercó a mí.
—Cómo lo haces?, —me preguntó— Cómo puedes actuar con tanta confianza y yo siempre tengo pánico escénico?
Reaccioné y me di cuenta de que no estaba actuando. Sino escribiendo. Creaba vida y mundos posible con sus personajes.
—Es la escritura, —le dije a la niña— es mi verdadera pasión.
La niña me miró con sorpresa y desapareció. El escenario se desvaneció. Miré mi habitación, y me vi sentada frente a mi escritorio. Fue como si hubiera estado ausente por un momento, y ahora estaba de vuelta, lista para seguir escribiendo. Mi lápiz se deslizó sobre el papel, dejando un rastro de palabras que parecían tener vida propia.
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El abismo
En el espejo, mi imagen reflejada me era extraña. Una desconocida con los ojos vacíos. Me acerqué, y ella se acercó. Nuestras narices casi se tocaron. Cuando intenté poner mi mano en la suya, atravesé aquel reflejo; rápida retiré la mano y di media vuelta. Toda la habitación estaba llena de espejos. Me reflejaban desde todos los ángulos. Me sentí perdida en un laberinto de cristales. Los espejos empezaron a temblar y se quebraron, uno por uno mientras yo giraba desesperada. Detrás de mí miré un abismo. El vacío me llamaba. Me acerqué al borde y miré hacia abajo. Supe que debía saltar.
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Instrucciones para llorar
Encuentra un refugio: un lugar seguro, donde las lágrimas fluyan sin miedo. Acompaña tus lágrimas escuchando Adagio para cuerdas de Samuel Barber. Deja que el cuerpo sienta, y el dolor te envuelva cada centímetro. Respira profundo el aire denso. Llora con abandono, soltando lágrimas, como lluvia que cae sin parar. No te detengas, déjalas correr. Recuerda a Rilke: “el dolor es la forma de la vida». Siente el peso, la carga que poco a poco se vuelve liviana. No te juzgues, llorar es humano. Abrázate a ti misma. Llora hasta el dolor se convierta en cicatriz. Piensa en Cohen: “las heridas son las que nos hacen humanos.» Las lágrimas son bálsamo. Justo entonces cambia la música. Tal vez quieras escuchar ahora a Bach. Sigue llorando y renace.
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El último verso
Luá y Arturo leían poesía en un banco del parque. Él le mostró el mundo de las letras; ella se enamoró. Un día, Arturo se marchó sin adiós. Luá esperó sumida en su dolor. Cierta tarde, en aquel banco, ella escuchó una voz:
—Me fui a buscarme entre las letras. Ahora tú búscame en el último verso. En el silencio yo te busco; en la sombra espero que aparezcas— ¿Era Arturo, su voz o su espíritu?
Lua respondió: En las palabras, te encontraré.
Poco después ella publicó su primer libro. En la última página decía:
—Estoy aquí; donde las palabras no tienen fin.
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Travesía de la reina
Emergió de los bosques de oyamel rodeada de sus amigas, listas para comenzar su viaje anual hacia el norte. Con las primeras luces del sol, alcanzaron el cielo azul, siguiendo la misma ruta que sus antepasadas año con año durante siglos. En Oaxaca se detuvieron a renovarse un tiempo y luego continuaron hacia Veracruz, Morelos, Puebla, Valle de México y visitando jardines y campos de flores en cada lugar, a las pocas a semanas llegaron a Texas, donde acamparon en los jardines botánicos de San Antonio y en el parque nacional de Indiana Dunes. Visitaron las flores de zinnia y maravilla, absorbiendo el néctar y polinizando las plantas, para luego posarse, envolver su cuerpo con sus alas, y reducirse mientras iba tejiendo una pequeña vaina donde se decidió a un largo sueño; se dedicó a ser crisálida por unos días, hasta que poco a poco fue destejiendo con la boca los hilos que formaban su contenedor; al quedar libre, y ya sin alas ni probóscide, se dedicó a ser oruga y sintió que se encontrada extremadamente llena y le era difícil moverse; tenía que descender y mientras lo hacía iba vomitando pedacitos de hojas y flores poco a poco, mientras se hacía cada vez más pequeñita, hasta que llegó a una hermosa asclepia, la única planta que su madre sabía que podría alimentarla y donde hacía algunos días la había dejado junto con otras de sus poco más de 400 hermanas, cada una en un pequeño huevecillo, pegado bajo de la hoja de una asclepia; luego de aquella tarea, pudo ver tras de la capa traslúcida del huevecillo, a su madre levantar el vuelo y regresar al sur.
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