Estocolmo, París, Jerusalén

Me gusta explorar el porqué de los nombres. Nombres de lugares, nombres de plantas, nombres de herramientas casi olvidadas… Y me encanta que haya varios síndromes psicológicos con nombres de ciudad.

El más conocido es el síndrome de Estocolmo, ese fenómeno por el cual la víctima de un crimen defiende a su verdugo. Pero este es un síndrome feo. Para empezar, no tiene nada que ver con Estocolmo. Podría ocurrir en cualquier parte del mundo. Y ni siquiera debería llamarse así. El nombre original es Norrmalmstorg, pero fuera de Suecia se popularizó lo de Estocolmo porque es mucho más fácil de escribir y pronunciar. 

No es sólo el nombre. Este síndrome es feo por su historia. Les cuento: en 1973 Jan-Erik Olsson atracó un banco y tomó cuatro rehenes. La gracia de capturar un rehén es que la otra parte está dispuesta a ceder a tus peticiones, pero para sorpresa de todos no fue así en este caso. La policía puso en peligro a los rehenes una y otra vez. Cuando Kristin Enmark, la representante de los rehenes, logró hablar con el primer ministro y denunciar su situación de riesgo, este le dijo que el gobierno no negociaba con terroristas y que se contentara con la satisfacción de saber que moría en su puesto de trabajo.

Afortunadamente, Kristin sobrevivió a la aventura y pudo denunciar a los medios que la policía se había preocupado mucho más por proteger el dinero del banco que a los rehenes. Fue entonces cuando el psicólogo de la policía Nils Bejerot, que nunca había cruzado palabra con Kristin, se apresuró a tacharla de loca, dijo que estaba enamorada de su captor y se inventó este síndrome para enterrar la historia.

El síndrome de Estocolmo pervive porque nació en los años setenta. Hoy habría sido diferente. La palabra de una mujer tiene más valor y, sobre todo, se ha perdido esa confianza ciega en la policía. Hoy no habría habido un síndrome de Estocolmo, de la misma manera que tampoco hay un síndrome de Minneapolis para la gente que, como George Floyd, dejan de respirar así porque sí, sólo porque les están pisando el cuello. 

Cuestión diferente es el síndrome de París. Ése sí que es un síndrome de verdad vinculado a la ciudad. Lo padecen fundamentalmente ciudadanos japoneses, aunque se han detectado casos en chinos y coreanos. Se trata de una decepción profunda que da paso a un cuadro de depresión, ansiedad y melancolía. París está idealizada en la cultura japonesa. Bueno, está idealizada en todas partes, pero allí se ha cultivado una imagen particularmente idílica. Los japoneses llegan a París cargados de ilusión y se encuentran con que no es primavera, no hay jóvenes pizpiretas con minifalda y jersey de rayas que se pasean con una barra de pan bajo el brazo, no hay nadie tocando La vie en rose con un violín. París, como todas las macro urbes, está sucia, es cara, y en algunos callejones huele a pescado podrido. El síndrome de París es una forma más aséptica de decir que se les ha roto el corazón.

Este es un síndrome hermoso, poético, y que al estar asociado a asiáticos ofrece una distancia de lo más conveniente. No seré yo la ingenua que padezca esa decepción y al mismo tiempo puedo compadecer a esos pobres ilusos y enorgullecerme de la protección que me otorga el desencanto. ¡Bienaventurados los descreídos, porque ellos se mantendrán con la dignidad intacta!

Pero nada supera el síndrome de Jerusalén, que está estrechamente vinculado a la ciudad y que puede afectar a cualquiera independientemente de su nacionalidad o credo.  Acaso yo misma podría caer bajo su hechizo.

La cosa es así: tras pasar unos días visitando la ciudad santa, después de horas escuchando al guía explicar tal o cual lugar sagrado, horas contemplando el monte, el huerto y el muro bajo ese sol duro y brillante, con el polvo pegándose a la piel por el sudor… El paciente se deja llevar por un arrebato de iluminación espiritual y se lanza a predicar. El mensaje es similar en todos los casos: paz, amor, cuidar del prójimo, etc. Nada nuevo, aunque hay cierto encanto trágico y amargo en que los mensajes pacifistas sean síntoma de un trastorno psiquiátrico.

No obstante, creo que lo más bonito del síndrome es lo tarde que los psiquiatras han llegado a él. Aunque existen testimonios de su existencia desde la edad media, el síndrome se describió clínicamente por primera vez en 1930 y no se empezó a estudiar con seriedad hasta el año 2000. Podemos excusarlo porque la psiquiatría es una ciencia moderna, pero, aun así, van con retraso. Hay un colectivo que les ha adelantado, siendo los primeros en identificar los síntomas y en diseñar un protocolo de intervención. Se trata de los empleados de hotel. En concreto, las camareras de habitación.

Verán, incluso en la psicosis más profunda, todo el mundo entiende de manera instintiva que no se puede predicar el advenimiento del mesías vistiendo una camiseta sudada de Nike porque se pierde todo el misticismo. Así que es habitual que el paciente robe la ropa de cama y se lance a predicar en la plaza pública envuelto en una sábana. Entonces el hotel envía un botones al monte del templo o la explanada de las mezquitas a recuperar al huésped (y la ropa). Imagínense a ese botones buscando entre los pliegues de la túnica para ver la etiqueta del hotel. Esta señora no, que es del Citadel. El señor que se ha hecho un gorro con la funda de almohada, tampoco. En la iglesia del Santo Sepulcro he visto a uno con el pespunte azul del Waldorf Astoria, seguro que es tuyo.

No me digan que no es bonito.

Entre la rabia y la ira del síndrome de Estocolmo, ese “no mienta, señorita, usted quería que la atracasen”; y el sucio desencanto de París, regresando con el corazón roto y el bolsillo escocido; yo me quedo con Jerusalén. Me quedo con la mirada incrédula de los compañeros de viaje que te han visto fracasar en la predicación, con el bochorno de tener que pagar la ropa de cama del hotel, con el silencio incómodo de camino al aeropuerto, esa tensión ante el cartel que dice “vuelvan pronto”.

Por mi parte, mientras levantan poco a poco las restricciones de viajes, voy a probar suerte con Florencia. Siempre he tenido curiosidad por saber qué diferencia hay entre el síndrome de Stendhal y una lipotimia.

Profesora y comunicadora, Alicia Herraiz Gutiérrez es Doctora en Literatura por la Universidad de Nebraska-Lincoln, Máster en Literatura por la Universidad de Western Michigan y Máster en Educación por la Universidad de Burgos. Ha participado en cerca de una veintena de conferencias y es autora de varios artículos y capítulos de libro. Alicia incorpora en toda su investigación académica una perspectiva de género, con especial atención a los personajes femeninos y a la obra de escritoras. En su faceta de comunicadora, Alicia está comprometida con la divulgación humanística, participando en varias publicaciones además de en el programa “Al pie de la torre”.