—Una buena noticia al día, es lo único que pido —dijo Begoña en estado emergente de entropía.
Mi prometida estaba afligida por la incertidumbre en la respuesta de la agencia de viajes, que nos notificó el cierre por contingencia sanitaria del hotel todo incluido en la riviera maya que reservamos para nuestra luna de miel prematrimonial. Como cada sábado, nos encontrábamos en la casa de su abuelo para el almuerzo familiar.
—Ya me quiero ir a casa. Dícelo a mi mamá —me dijo con voz entrecortada y los ojos irritados.
Tomé su mano, acaricié su mejilla y salí de la habitación del fondo que perteneció a su difunta abuela. Caminé todo el pasillo hacia la sala y encontré a su mamá, doña Lilia, y a su tía abuela Socorro leyendo el periódico, cada una sentada en su respectivo sofá rojo.
—Doña Fanny, Bego quiere hacerle una consulta —le dije a mi suegra.
Intrigada, la tía Soco alzó la mirada.
—¿Mare, hay su consulta a domicilio? —dijo, con su usual tono sarcástico.
Mi suegra refunfuñó, se quitó los anteojos y se dirigió a la habitación. Para no crear mayor alarma, me senté a leer junto a la tía. Tomé el periódico ‘Al Chile’ y comencé a hojearlo sin prestar mucha atención en los detalles de nota roja. Me detuve en la sección de deportes y observé el encabezado que anunciaba el partido de la Liga de Campeones de Europa que estaba a punto de comenzar en la tele, así que tomé el control remoto y encendí la televisión, buscando el canal. Tía Soco, la única hermana solterona del abuelo, comenzó su investigación ponzoñosa.
—¿Y la boda, en qué va a parar?
Sin soltar el periódico me limité a contestarle que la banquetera nos había concedido aplazar la fecha de la fiesta tanto como la pandemia lo permitiera. Unos ladridos de perro se escucharon a lo lejos. El abuelo, mi suegro y mi cuñado, las tres generaciones de la familia Madera, atravesaron la reja de la entrada con su jauría de perros domesticados. La familia Madera había castellanizado su apellido original, Che, para ocultar sus raíces mayas y mimetizarse mejor con la sociedad meridana.
Jaime Junior, mi cuñado, entró apurado y se dirigió a la cocina.
—¿Dónde está mamá? —exclamó.
Al no encontrarla en su sitio habitual, salió extrañado y se dirigió a nosotros.
—¿Y mi mamá?
—En el cuarto de atrás —le dije.
Jaime junior se dirigió a la habitación y yo seguí viendo el partido de fútbol. El abuelo salió de la cocina con una caguama de cerveza y unos vasos de vidrio. Con toda calma se sentó en la silla patriarcal del comedor y se dispuso a abrir la cerveza. Por inercia, la tía Soco se levantó del sofá rojo y se dirigió a la mesa del comedor para acompañar a su hermano.
Después de soltar a los perros, Don Jaime entró a su antigua habitación, hoy convertida en bodega, para supervisar a su cuyo, ese adorable roedor que mantenía en cautiverio por alguna singular afición a la biología.
Aproveché el momento de incertidumbre para extender mis piernas en el sillón y disfrutar del deporte más hermoso del mundo. El Manchester City enfrentaba al Atalanta en los cuartos de final de la Champions League, lo que garantizaba un espectáculo televisivo. Mientras, la sinergia familiar comenzó a desplegarse para revelar su totalidad y su maquinaria simbiótica. Jaime junior tocó a la puerta de la habitación de la abuela y Begoña entreabrió. No quiso abrirle y le pidió a Jaime que se vaya, lo que provocó su ira.
—¡Vete a la chingada! No dormí en toda la puta noche y encima tengo mucho dolor.
Jaime dió tres azotes a la pared y la puerta terminó de cerrarse. Mi cuñado padecía fibromialgia, una enfermedad crónica que le provocaba dolores musculoesqueléticos, fatiga y alteraciones del estado de ánimo. A pesar de su condición, gozaba de notable masa muscular resultado del ejercicio diario que el médico familiar le recomendó, por lo que el estruendo de los golpes llegó hasta la sala y hasta mis fibras nerviosas.
—Ya me quiero ir, no quiero estar acá —gimoteaba Jaime junior caminando por el pasillo con sus veintiocho años.
Don Jaime salió de su contemplación e intervino con su presencia homeostática para calmar a su primogénito.
—Vamos, te regreso a la casa.
Jaime junior se sentó en la mesa del comedor porque yo me encontraba ocupando su lugar, tirado en el sofá viendo el partido. Tomó su teléfono y comenzó a hacer scroll en sus redes sociales, hermético. El abuelo y la tía bebían en silencio su vaso de cerveza.
Mi suegra y mi prometida no salían de la habitación, lo que comenzaba a inquietarme. En medio de ese caos encontré alivio en el partido. El fabuloso rendimiento de los dos equipos compitiendo por “la orejona” y la somnolencia de las dos de la tarde evocaron mis antiguas lecciones de teoría general de sistemas:
En 1905, el biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy estableció un paradigma científico que permitió aplicar una serie de conceptos al estudio de todas las estructuras biológicas, en cualquier disciplina científica. Desde un organismo microbiótico hasta un complejo sistema social de castas. Los veintidós jugadores en el campo, más el cuerpo técnico, se organizaban como dos sólidos conjuntos que a su vez se desplegaban en unidades dinámicas y permitían apreciar sus relaciones y funciones. Ambos colisionando por una equifinalidad: avanzar a los cuartos de final de la Liga de Campeones.
El ruido de los trastes en la cocina finalizó mi retroalimentación ensoñada. Mi suegra preparaba una botana para consentir a mi cuñado mientras se le pasaba su enojo. Si ella hacía su parte con su hijo y el abuelo hacía lo suyo con su hermana, yo también haría lo mío con mi prometida, así que me levanté y caminé hacia la habitación de la abuela. Al cruzar frente a la mesa del comedor, el abuelo hizo un ademán para llamar mi atención y me ofreció un vaso de cerveza. Sin duda alguna había utilizado sus amistades vecinales para surtirse de manera clandestina, pues la venta de alcohol quedó prohibida en el estado a raíz de la cuarentena, como medida del gobernador para evitar la agitación social. Lo cierto es que su caguama y el oro líquido de su interior brillaban a la distancia y coqueteaban con mi sed. Estuve a dos pasos de aceptarla, pero le pedí que me permitiera un momento. Me interné en el pasillo entre los rostros familiares que colgaban de la pared y me vi súbitamente asustado por la presencia del pastor belga del abuelo jadeando en la puerta de su habitación. Seguramente se introdujo por el cristal roto de la puerta que conectaba con la terraza. Su presencia de lobo viejo custodiaba la habitación y me intimidaba, así que no me atreví a tocarlo. En cambio me di la media vuelta y toqué dos veces a la puerta de la habitación de la abuela, que pronto se abrió. Asomé y Begoña estaba llorando en la cama. Entré y me senté a su costado.
—¿Qué te dijo tu mamá?
—Que si no paro de llorar, me vas a dejar.
La apapaché con todo mi cariño y le pedí que salgamos. Para variar no quiso, pues quería evitar la borrachera de su abuelo y los chistes incómodos de su tía.
—¿Por qué tenemos tan mala suerte? —clamó al cielo.
No pude más que recostarme junto a ella y hacer simbiosis con su tristeza. Después de un rato, mi suegra tocó a la puerta y nos llamó a comer. Al llegar al comedor se respiraba un ambiente de sinergia: la tía incómoda ya se había ido, Jaimito yacía recostado en el sofá rojo frente a la tele, en aparente calma, y don Jaime estaba afuera paseando a sus perros. Todo se había movido… Solo el abuelo permanecía sentado en el mismo lugar con su presencia de roble, en su tercera o cuarta cerveza ya.
—Se sientan los niños a comer —pronunció arrastrando las palabras mientras Begoña y yo ocupamos nuestros lugares en las sillas laterales del comedor.
Mi suegra le sirvió a Begoña unos papadzules. A mí me sirvió un plato de pan de cazón. El abuelo miró a Begoña y rió.
—¿Por qué no vas a comer lo que ‘inventó’ tu mamá?
Mi suegra había cocinado con mucho esmero, pero dadas las convicciones veganas de mi prometida, se esforzó aún más para complacer su paladar selecto.
—No me gusta —dijo Begoña a secas.
—Eres bien pendeja —le dijo el abuelo entre risas, antes de que Begoña pudiera dar un bocado a su platillo favorito.
La forma y la intención que le dio a sus palabras me hizo hervir la sangre. Tuve ganas de tomar el tenedor y enterrarselo en la coronilla, de gritarle lo desagradable que se ponía cuando estaba borracho. Que no por ser un maestro jubilado y tener una pensión de treinta mil pesos al mes podía dirigirse así a mi futura esposa. Pero yo no quería defraudar a nadie, así que me aguanté.
El abuelo intervino con su colmillo de lobo viejo. Su plato de pan de cazón yacía tibio y casi intacto.
—Sírvele una cerveza a él —le dijo a Begoña, refiriéndose a mí.
Ella caminó a la cocina y extrajo otra caguama del congelador, tomó un vaso de vidrio y lo colocó ante mí con el amor servil de una esposa antigua.
—Ábrela —dijo el abuelo, y Begoña tomó un destapador.
El abuelo no esperó y abrió la caguama con una cuchara. Me miró con presunción buscando un cómplice para celebrar su destreza etílica.
—Ay está, sirve.
En un gesto de dignidad, Begoña tomó el envase de cerveza y lo dirigió a mi vaso. La inclinación incorrecta de la caguama provocó un exceso de espuma. A pesar de ello, yo miraba el vaso sediento, pues había demasiado calor y desde que comencé a vivir con Begoña renuncié a mis viejos hábitos de alcohólico social.
—No sabes servirlo, tienes que poner fuerza en la muñeca e inclinar más el vaso— regañó el abuelo a su nieta, tomando la caguama y rellenando su vaso con maestría.
Un olor a carne sancochada inundó el ambiente. Mi suegra llegó de la cocina con un traste lleno de pollo que emanaba sus propios vapores. Se sentó frente a mí y comenzó a deshebrar la carne que pronto sería alimento para los perros.
Begoña me entregó el vaso de cerveza y yo lo sorbí con todo y espuma, agradeciendo al abuelo semejante gesto. Coroné el momento con el primer bocado de mi pan de cazón. Estaba exquisito. La cerveza clara depuró toda mi molestia y me envolvió en una dulce embriaguez. Agradecí a mi suegra y ella me ofreció un chile habanero que acepté gustoso. Terminamos de comer pronto. Casi no hablamos. Yo tenía ganas de hablar del fracaso de nuestro viaje, pero el abuelo no podía enterarse o era capaz de hacer un coraje. Además, estaba muy enchilado. Así que me limité a parlotear sobre fútbol. Con la lengua desatada y los músculos entumecidos desglosé el partido, hablé de rendimiento, de despliegue físico y de contundencia. El abuelo me ofreció otro vaso de cerveza y yo asentí. Antes de que el vital líquido áureo pudiera hacer efervescencia en mi cuerpo, la mano tersa de mi prometida apretó mi muslo, regañandome.
—Déjalo, porque luego te vuelves un patán.
Sin más, nos retiramos de nuevo hacia la habitación de la difunta abuela. Ahí nos mecimos en la hamaca hasta envolvernos en un ensueño agridulce. Durante ese pendular vaivén supe que no necesitaba ningún resort. Yo era feliz así, con mi esposa en mis brazos, aun con las imperfecciones de su familia, con su tía metiche, con la jauría de perros que me recibía a ladridos, o los berrinches de su hermano. Nada de eso era tan grave para mí. Pero no se trataba solo de mí, un elemento nuevo en el ecosistema familiar procurando hacer sinergia, sino de mi novia vapuleada por los azotes familiares y los infortunios del destino, esos procesos entrópicos del ambiente.
De pronto, la voz de prefectura de mi suegra nos sacudió el sueño.
—¡Begoña!
El brazo fibromiálgico de mi cuñado asomó por la puerta entreabierta sosteniendo un plato. Me levanté a inspeccionar y ahí estaban dos rosquillas, una de chocolate y otra de fresa, sobre el plato que Jaime Junior, silente y avergonzado, ofrecía a manera de disculpa.
Sin más, agradecí y tomé el plato. El mismo Jaime Junior cerró la puerta y se fue sin decir nada tampoco. Begoña tomó la dona de fresa y yo tomé la dona de chocolate. Dulce consuelo.
A la hora de irnos, el abuelo se despidió de Begoña con una gastada de quinientos pesos que ella respondió con un efusivo abrazo. Yo también estiré mi mano al abuelo, pero lo único que me tocó fue una bala de plata con mi nombre inscrito en ella con un cuchillo.
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