El grosor de la cuarta pared

¡Qué casualidad más afortunada! Traigo dos historias, dos historias preciosas pero que casi, casi, no tienen nada que ver una con la otra salvo porque las dos se refieren al teatro. Qué suerte, entonces, que la unión de estas historias no solo sea un cabello de Melpómene o de Talía, sino que también estén conectadas por el robusto paralelo 40º norte. Es mucho más fácil así.

El paralelo 40 atraviesa el Mediterráneo, Turquía, todas las repúblicas de –istán, Corea del Norte y Japón, el país del crisantemo y la espada, del ninja y el samurái. De estos iconos, el más popular es el ninja. Un espía que desliza en las sombras, sí, pero que además tiene presencia ubicua en apps del teléfono, en dibujos animados, en videojuegos, en películas y en cómics. Lo mismo aparecen una docena de ninjas para echar una mano al señor Bond (Solo se vive dos veces) que atacan a uno de los tres mosqueteros (en la versión de 1993) o esperan educadamente en fila india a que la heroína de Tarantino acabe con ellos (Kill Bill). 

El ninja original se llamaba shinobi y no vestía de negro, sino de aquello que le hiciera pasar desapercibido: granjeros, bailarines y, sobre todo, monjes. Cuando el Shogunato Tokugawa entró en declive (no lo busquen, ya lo digo yo, siglos XVIII al XIX), y apenas quedaban ya ni ninjas ni samuráis, surgieron las historias de hazañas imposibles y proezas sobrenaturales. El ninja caminaba por las paredes, entraba en forma de niebla en un cuarto cerrado y escapaba igualmente fundido en las sombras. Su vista era la más aguda, su espada la más afilada, sus pasos lo más ligeros… Pero nunca se decía nada de que vistieran de negro. ¿Para qué? Si puedes hacerte invisible vas del color que quieras. 

Los que sí vestían de negro eran los marionetistas bunraku. Una forma de arte escénico en la que unos complejos muñecos articulados cantan y bailan. Los marionetistas vestían de negro, el color ausente, para indicar que no estaban en el escenario ni formaban parte de la obra. Había que mirar al muñeco, no a ellos. Así se estableció un pacto entre actor y público que se extendió a las otras formas teatrales. Los kuroko (tramoyistas) vestían de negro para poder moverse libremente por el escenario cambiando decorados y preparando escenas por detrás de los actores. El público admitía esa presencia “invisible” porque el teatro consiste en que se acepte lo inaceptable. Las tablas y el papel pintando son un palacio, la actriz cincuentona es una virginal doncella, el pícaro borracho es un noble príncipe y esas personas del fondo son invisibles porque están vestidas de negro.

Hasta que un día hubo que subir a escena un ninja. No se conoce el nombre de la obra ni del genio que tuvo la ocurrencia, tan solo una vaga descripción de la escena. El poderoso noble que teme su asesinato, el refugio en su fortaleza. Los guerreros en protector semicírculo, las espadas desenvainadas apuntando a los laterales y al proscenio. El tramoyista que silenciosamente se separa del fondo del escenario, el tramoyista vestido de negro que se acerca con una daga…

El ninja legendario se había escondido donde nadie lo buscaría: fuera de la narración. Y allí vive desde entonces, vestido del negro de los tramoyistas.

Paralelo 40 norte. Tras descansar en Japón, atraviesa el océano, la gran llanura americana y recala en esa nueva Babel que es Nueva York, capital cultural cuyo barrio de las artes alberga 41 teatros. ¡Con lo bonito que sería que solo hubiera 40! Que ocurriera una pequeña desgracia en el Majestic y se cerrara para siempre.

El teatro Majestic lleva décadas batiendo el récord por la obra que más tiempo permanece en cartel de forma ininterrumpida. Treinta y tantos años. Ha sobrepasado a favoritos de la crítica como Cats, El rey león o Chicago y lo hace con una obra rara. Para empezar, ni siquiera nació como obra de teatro, sino como novela. Su autor, el hoy olvidado Gaston Leroux, se especializaba en el género detectivesco. Ya es capricho de las musas que a Leroux le diera por escribir una novela gótica llena de relaciones tóxicas y casualidades imposibles, y que Andrew Lloyd Weber decidiera adaptarla al género musical.

El resultado es El fantasma de la ópera. La historia de un perverso compositor e ingeniero (sí, las dos cosas) que vive oculto en la ópera. Encaprichado de la dulce e ingenua soprano Christine, el fantasma acelera la carrera de la joven a base de sabotaje y envenenamiento de todo el que se interponga en su ascenso. Hay una escena muy emocionante, al final del primer acto, en la que el fantasma rapta a Christine del escenario. Para evitar que le persigan, el fantasma deja caer la gran lámpara de araña sobre el patio de butacas.

Si el teatro no dispone de lámpara, se instala. Es como los aplausos de la Marcha Radetzky, no puede haber representación de la obra sin la lámpara que se desploma sobre el público. (Y que se detiene, por supuesto, aunque a una distancia no siempre prudencial. Y que sube lentamente, con un murmullo de motores, así que hay que hacer un descanso).

La longevidad de esta obra es una excepción. La mayoría de las producciones teatrales tienen una vida corta, así que los contratos se adaptan a esas circunstancias. Los productores no se arriesgan a firmar contratos de tres años, de un año, o incluso de seis meses, cuando puede que la obra apenas llegue a mitad de temporada. Así que se hacen contratos que duren tanto como esté la obra en cartel. Esto supone que al final de cada temporada toda la población de Broadway (actores, escenógrafos, tramoyistas y músicos) tiene que buscarse un nuevo empleo en una profesión terriblemente competitiva. Todos excepto el elenco original de El fantasma de la ópera que desde hace treinta años tienen trabajo garantizado.

Ya no queda ninguno de los actores originales, ni de los bailarines, pero los músicos permanecen. Músicos que, escondidos en el foso, llevan haciendo ocho funciones semanales desde 1986. Músicos que han tocado la misma partitura más de 13.000 veces. Músicos que se llevan regular. Los trompetistas no quieren oír ni una sola nota fuera del trabajo, mientras que el arpista tararea su parte todo el día. La del fagot jura y perjura que el canalla del clarinetista toca media nota por debajo de lo indicado. Él lo niega y además le saca la lengua. Los violines no se hablan entre sí, pero naturalmente hacen piña frente a los metales. Nadie quiere saber nada del tarado del percusionista.

Rencor destilado durante décadas. Una obra que trata precisamente de un loco que asesina a gente del teatro. El paralelo 40 vibrando como el arco del violín y el asesino ninja que se disfraza de tramoyista ¿Se podrá ver el destello de la lámpara de araña desde el foso de la orquesta?

Más importante todavía ¿Cómo de grueso es el muro de esa cuarta pared?

Profesora y comunicadora, Alicia Herraiz Gutiérrez es Doctora en Literatura por la Universidad de Nebraska-Lincoln, Máster en Literatura por la Universidad de Western Michigan y Máster en Educación por la Universidad de Burgos. Ha participado en cerca de una veintena de conferencias y es autora de varios artículos y capítulos de libro. Alicia incorpora en toda su investigación académica una perspectiva de género, con especial atención a los personajes femeninos y a la obra de escritoras. En su faceta de comunicadora, Alicia está comprometida con la divulgación humanística, participando en varias publicaciones además de en el programa “Al pie de la torre”.