Medio año antes de la hecatombe de San Pancho, yo ya sabía lo que iba a ocurrir.
El volcán Cumbre Vieja de La Palma (Islas Canarias), llevaba ya un mes en erupción cuando, desde México, me confirmaron que iba a dirigir una residencia creativa en La Bodega Teatro de San Francisco, Nayarit. Llevaba unas semanas pensando en el desastre natural como motor del movimiento. Habiendo vivido los huracanes más importantes que en el pasado azotaron la península de Yucatán, creció mi interés de explorar el comportamiento del cuerpo ante un cataclismo.
Del volcán sabía más bien poco. Lo que me resultaba fascinante eran las imágenes del avance incontenible de la lava. El contraste de los ritmos. El magma calcinante, arrasando con todo a su paso en aparente calma. Mientras que las gentes, los animales y las máquinas, aceleraban sus latidos y carreras para ponerse a salvo del fuego. La destrucción en cámara lenta, lamiendo la tierra; y todo lo demás, lo propenso a arder, hormigueando alrededor o feneciendo en silencio.

La pulsión
Este capricho de cadencias opuestas fue el motor de la investigación en mi cabeza. Empecé a ver cuerpos convulsionando, eufóricos, capaces de desarticularse para ponerse a salvo. Comportamientos de pánico, aglomeraciones, aplastamientos, asfixia. Y mucho trabajo de suelo: arrastres, tracciones, revolcadas, acumulaciones en pila, desplazamientos ágiles y lentos; partituras infinitas. No sabía cómo iba a poner todo eso en pie -especulando en Madrid-, pero podía verlo.
Esa intuición sin forma de la que habla Peter Brook en Más allá del espacio vacío, suele ser mi punto de partida cuando dirijo creaciones colectivas. Esa sombra, aroma o color que menciona el inglés, para mí se traducen en un cuadro, un tema musical, un verso. Esa suele ser la semilla, y de ahí a las estrellas o los fondos abisales; dependiendo del color de la pieza. Y en esta, predominaban las sombras.

En mis creaciones, el factor determinante es la palabra. Da igual si el resultado en escena será la ausencia de aquella porque la imagen resulte más interesante. Siempre parto del verbo. Y, meses antes de viajar a San Pancho, subrayé estas líneas del relato En el campo, de Ana Blandiana: “Sobrevivir es un término bastante ambiguo para designar una realidad que está más alejada de la vida que de su contrarioˮ.
Me obsesioné con trasladar esa idea a un cuerpo en movimiento. Un cuerpo que convulsiona y engaña al ojo en un ritual espasmódico. Un cuerpo dispuesto a desaparecer en cualquier momento. Un cuerpo que sobrevive, según la idea que plasma Blandiana, es como el de un comatoso enganchado a una máquina. Y yo buscaba la antítesis, un cuerpo en trance en medio de un pogo, en éxtasis.

El cuaderno de dirección
Compré un cuaderno para dibujar. No porque se me diera bien el dibujo, lo que no quería eran las líneas. Quería escribir sin límites visuales. Y apunté durante tres meses, con buena letra y sin prisa, ideas, inspiraciones, motivos, y -sobre todo- preguntas. ¿Qué hay atrás? ¿Qué hay arriba? ¿Qué hay en el precipicio de las cuclillas? ¿Y qué pasa si un cuerpo no se salva, si no se protege, si no huye de la caída?
Así como me cuestiono antes de empezar el trabajo con mi equipo, me hago sugerencias y me animo a no escatimar en fantasías: buscar entre lo épico y lo minimalista, iluminar la escena con camionetas en marcha en vez de focos, montar escenas de veinte minutos, representar en la calle -que nos ladren los perros-, meter a la gente al río; que salgan de ahí los personajes.

La dramaturgia fue desarrollando su esqueleto en ese tiempo. Diseñé ejercicios a partir de relatos de Ana Blandiana (estaba leyendo Proyectos de pasado) y también usé relatos chinos para diseñar improvisaciones y ejercicios. Usé la palabra para contar a las y los residentes los cuentos y de ahí surgieron las escenas, sin más diálogos que los del cuerpo. Y a causa de este material narrativo, mi interés por la catástrofe se desvaneció. Y no sufrí ni me castigué por cambiar el rumbo. Lo celebré a lo grande. Solté la acepción del cataclismo y abracé la que surgió de la investigación: el ritual del sacrificio y la ofrenda.
Y solo tuve que sumergirme en la etimología de hecatombe: el sacrificio religioso de cien bueyes.
Residentes
La Bodega Teatro me ofreció la posibilidad de dirigir la residencia al público en general (con o sin nociones de teatro) o a artistas profesionales. Yo tenía claro mi deseo de agotar los cuerpos y explorar el mayor número de posibilidades, así que redacté una convocatoria para artistas y les ofrecí quemar mi cuaderno de dirección llegado el momento. Quería escuchar, dejarme llenar, probar y mirar casi con ojos de niño. Lo apunté en Madrid meses antes de empezar la residencia: escucha primero, escucha antes, escucha siempre.

Y, suerte la mía, a este llamado acudieron diez artistas de teatro, circo y danza. Y mayor suerte aún que algunas de estas personas habían trabajado juntas en el pasado. Profesionales del movimiento (acrobacia, danza, contorsión) reunidos en un enclave paradisíaco como es San Pancho.
En el siguiente artículo contaré cómo surgió La Bodega Teatro en San Francisco, Nayarit, su labor y compromiso con el arte y el pueblo. De momento, solo puedo agradecer el puente tendido entre mi residencia habitual en Madrid y esta residencia artística en México.
Las y los artistas participantes de esta residencia fueron: María Cazenave (España), Nathan Villatoro (Estados Unidos), Victoria Latini (Argentina), Leonardo Sivira (Venezuela), Alyssa Bunce (Canadá), Joaquín López (México), Mateo Puelles (Argentina), Simon Pafka (Chile), Michelle Covarrubias (México) y Teddy Boussengui (Francia).
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