—¿Quiere que le suban el equipaje a la habitación?
Elna solo lleva una bolsa de mano que contiene el vestido y los zapatos, que ha elegido para la ocasión, y un pequeño neceser con lápiz de ojos, pintalabios y lo realmente imprescindible.
—No, no es necesario. Gracias.
Antes de coger el ascensor para subir a la habitación, decide pasear hasta el jardín, recorrer los anchos pasillos llenos de detalles y antigüedades hermosas, admirar las piedras vetustas de las paredes, sentir la moqueta mullida bajo sus pies y tomar un café bajo el sol frío del invierno.
Estaba acostumbrada a recorrer de forma clandestina los pasillos de grandes hoteles. En sus cientos de viajes por el mundo, acostumbraba a alojarse en albergues, hostales y pensiones humildes. Alojamientos que fueran dignos, pero no ostentosos. Se decía a sí misma que los prefería porque eran más familiares, le daban ocasión para conocer a las personas del lugar y los sentía más íntimos y personales. Los grandes hoteles, sobre todo los modernos, le resultaban fríos y anodinos.
Sin embargo, en cada uno de sus viajes, tenía por costumbre colarse en un gran hotel. Adentrarse en las zonas reservadas para los clientes más pudientes y pasear por ellas como si de uno de ellos se tratara. Le divertía encontrar la estrategia para infiltrarse, jugar a no ser descubierta, y sembrar la duda entre los empleados de si estaba o no alojada allí. En alguna ocasión llegó a ser tan convincente en su actuación que, al salir por la puerta del hotel, el recepcionista le obsequiaba con un presente pensado para agasajar a los parroquianos: un paraguas si amenazaba lluvia, unos bombones o caramelos, un descuento para algún museo…
En esta ocasión, para este viaje, Elna ha elegido un gran hotel para alojarse. El mejor de su ciudad. Hacerlo en una pensión familiar hubiera sido desconsiderado y egoísta. El hotel tiene todas las atenciones necesarias y, al mismo tiempo, la haría pasar desapercibida.
Después de su paseo, se dirige a la habitación que ha reservado. Cuando llega, la contempla desde el umbral de la puerta. Amplia y luminosa. De primeras un salón acogedor desde donde se vislumbra la gran cama de la habitación. Entra. Sobre la mesa de la sala un jarrón con un gran ramo de flores y una tarjeta de bienvenida que reza el slogan de la compañía hotelera:
SOUL MATTERS
Necesitamos dormir, no cualquier tipo de sueño,
sino un sueño puro y profundo.
¿Y si el alma de las cosas hechas con pasión puede ayudarnos a dormir?
Bienvenid@ al lugar donde todo tiene alma.
Al lado del jarrón con flores, una cajita con caramelos de azúcar y fruta. Sabe que no debe y, sin embargo, no duda ni un segundo en llevarse el primero a la boca. Qué más da.
Mientras disfruta del dulce bocado se tumba en la cama, colocada estratégicamente frente al ventanal que da a la gran ciudad. Allí, mientras deja su mirada perdida en el infinito, se come el resto de los caramelos que quedan. No piensa en nada. Se lo ha prometido a sí misma. Solo contempla el perfil de la ciudad, el vuelo de las nubes, el mar brillante a lo lejos y saborea la mezcla de azúcar con fruta. Tiempo muerto.
El sonido de los mensajes del móvil la traen de nuevo a la habitación del hotel. Como todos los días a esas horas Mónica le escribe preguntando ¿Qué tal estás? ¿cómo te encuentras? ¿Te apetece que hagamos algo esta tarde?
Elna le contesta a medias verdades Hoy estoy fantástica. Nada me pesa. Aprovechando me he ido a ver el mar. Vuelvo mañana. Ya te contaré. Gracias por estar ahí. Te quiero. Apaga el móvil.
Los mensajes de Mónica le encojen el corazón. Se le hace un nudo desde la barriga hasta la garganta y por un momento se emociona. Sabe que la decisión que ha tomado es la mejor, pero duele. Mónica también lo sabe, lo entenderá, pero duele.
Respira y salta de la cama. Saca de la bolsa su vestido, los zapatos y el neceser. Llama al servicio de habitaciones y pide que le suban la cena. Dicen que tardarán 30 minutos. Aprovecha para ducharse, arreglarse y prepararlo todo. Se mira en el espejo. Está realmente guapa.
El servicio de habitaciones llama a la puerta. La cena está lista.
Antes de empezar su propio homenaje coge del neceser lo imprescindible y lo deja preparado para el postre. Saborea cada bocado de la comida como pocas veces lo había hecho. Antes de empezar con el postre termina el vino y vuelve al baño para mirarse de nuevo en el espejo. Se contempla escudriñando cada uno de los detalles de sus facciones, manteniendo a raya el desasosiego, queriendo asegurarse de que todo está bajo control.
Vuelve a la mesa, mezcla lo imprescindible con el yogurt que pidió de postre y se recuesta en la cama para tomarlo como hizo unas horas antes con los caramelos de azúcar y fruta. Mira de nuevo al infinito. Ahora, el bocado que saborea es más amargo y con cada cucharada las imágenes se le agolpan en su cabeza. Se emociona recordando momentos vividos. Hasta el último mes, cuando le anunciaron su cuenta atrás, no tenía queja. Salvo los altibajos propios que tiene la vida, podía reconocer que había hecho aquello que su alma le había dictado. Siempre apasionada y libre. Incluso ahora, elegía desde el profundo deseo de no esperar a padecer un sufrimiento intolerable y perder su autonomía física, como le pedían las leyes.
Al terminar el yogur se aseguró que las cartas estaban en la mesilla: una para el juez, otra para el hotel y otra para Mónica.
Volvió a mirar por el ventanal las luces de la ciudad. Sus ojos se fueron cerrando poco a poco en busca de la necesidad del sueño profundo y puro que prometía la cadena hotelera. Las imágenes se fueron difuminando y la calma llegó en forma de oscuridad. Tiempo final.
Responder