Como si viviéramos un interminable capítulo de la distópica serie Black Mirror, 2020 fue un año en el que la humanidad conectada sustituyó las interacciones físicas por pantallas mientras el mundo se venía abajo y surgían nuevas formas para resistir. A semanas de iniciado el confinamiento, no pocos comenzaron a referirse al futuro como la nueva normalidad.
Ese día ha llegado para muchos, merced de un virus que no parece tener apuro por salir de nuestras vidas. A pesar de las vacunas que comienzan a tratar de devolvernos al universo que tan bien conocíamos en 2019, ya no es antes.
El año que inicia puede suponer un cambio en todos los sentidos, pero esa reconfiguración del tejido social empieza, en primer lugar, por uno mismo. Y ello requiere de mayores interacciones en el mundo físico, justo cuando todavía estamos llamados al distanciamiento social.
Son numerosos los estudios que afirman que en 2020 pasamos mucho más tiempo frente a pantallas. Tiene sentido, por las condiciones que impuso el confinamiento. ¿Se mantendrá esta tendencia en 2021? Es muy probable.
Pero si sabemos que ya no es antes, quizá ya es momento de pensar en el ahora y el mañana. ¿Hacia qué futuro queremos dirigirnos? Es posible que sea uno bien diferente y considéreme un soñador utópico, pero está en nuestras manos construirlo. Permítame ahora explicarle por qué.
La COVID-19 nos ha mostrado un hecho simple y avasallador: no somos más que una pequeña parte de la naturaleza, y es esta última la que moldea el planeta en que vivimos. Toda nuestra vida signada por la tecnología se ha visto detenida y revuelta por una partícula microscópica. Para muestra, un dato: en junio de 2020 se estimaba que los vuelos en todo el planeta habían disminuido en un 96 por ciento. Ni siquiera durante las dos guerras mundiales la humanidad vivió un parón tan grande.
No sólo se detuvieron los vuelos, también experimentamos una significativa baja del comercio mundial. Para un planeta con un modelo de conectividad internacional en todos los órdenes ha sido funesto.
La reducción de movilidad, por otro lado, mostró una arista impensable apenas unos meses antes: que muchas cosas se pueden hacer a distancia, y otras requieren de fortalecimientos locales.
En la nueva normalidad las grandes empresas de cuello blanco podrían reconsiderar sus modelos de negocios y girar cada vez más a uno donde lo que importe sea el trabajo que se complete, no las horas que los empleados dediquen a calentar sillas en grandes oficinas.
Este hecho, unido a las preocupaciones por la salud, puede contribuir a reconfigurar las ciudades. Los centros urbanos altamente poblados no son ahora tan atractivos. De repente los suburbios son más demandados y la planificación del sector constructivo tendrá que tomar esto en cuenta.
Se necesita, por demás, un mundo más conectado. La pandemia ha demostrado la importancia de cerrar la brecha digital en todas sus formas. Miremos, por un momento, al sector educacional.
Ni siquiera en Estados Unidos, el país más poderoso del planeta, se han visto los estudiantes exentos de problemas para continuar con sus estudios en medio de la crisis generada por el SARS-CoV-2.
Las aulas cerradas por el confinamiento obligaron a decenas de miles de estudiantes a conectarse para continuar con su formación, pero no todos han podido hacerlo. Se requiere entonces de políticas públicas más enfocadas en este sentido. Invertir en esto ahora puede ser clave para la sociedad del futuro.
Y es que, además de un sistema educacional que se transforma, se avizoran nuevos modelos de negocios. Con el trabajo a distancia, las empresas ya no tienen que invertir en bienes inmuebles, y pueden concentrarse en encontrar los talentos que mejor se ajusten a sus necesidades alrededor del mundo. Sin embargo, con una fuerza laboral remota y una gobernanza distribuida, el establecimiento y mantenimiento de una cultura empresarial será aún más difícil.
En el plano de los bienes de consumo, lo local adquiere más relevancia. Los cortes en las cadenas de distribución provocados por el nuevo coronavirus son el lado oscuro de la globalización. A futuro tendrá más seguridad quien construya en base a lo local, a formas de comercialización que acorten distancias y garanticen ventas.
El arte, por otro lado, se ha puesto a prueba de una forma inédita. Una buena parte de las manifestaciones artísticas requieren de la interacción con el ser humano. Quizá los más golpeados en 2020 fueron el teatro, la danza, la música, las artes plásticas y el cine. No sabemos cómo se recuperarán a corto plazo.
El cine ha buscado nuevas fórmulas, en alianza con las compañías de televisión bajo demanda. Warner Bros, por ejemplo, lanzará todas sus películas este año en cines y en HBO Max al mismo tiempo. El hecho ha generado una gran polarización, pero si se analiza con detenimiento esa idea, acaso estamos ante una nueva forma de consumo.
De avanzar a un mundo más conectado podrían surgir servicios de pago para consumir arte bajo demanda. Aunque considero que las emociones de apreciar una obra en vivo son insustituibles, una parte del público accedería a la cultura de forma virtual y pagaría por ello con gusto.
Predecir lo que nos depara este año es muy arriesgado. 2020 demostró que lo imposible no lo es tanto cuando nuestra frágil condición humana es puesta a prueba. Las debilidades mostradas por el mundo en los últimos 12 meses pueden ser convertidas en fortalezas a partir de un serio estudio de las oportunidades que ofrecen. Está en cada uno de nosotros la capacidad de poner en práctica un modo de vida nuevo, más resiliente.
Para que 2021 no se convierta en el capítulo segundo de nuestro propio Black Mirror debemos echar a andar pensando en hacer posible lo imposible. Las aceleradas reconfiguraciones de los últimos meses demostraron que sí se puede, sólo necesitamos un impulso, aunque este sea tan macabro como la COVID-19.
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