Cuento Tana y la culebra de Ricardo Mena Rosado

Ya era costumbre ir a buscarla a la cantina de la esquina. Ese tugurio, entonces, se llamaba Los Venaditos y tenía sus puertecitas de madera, como en las películas del oeste. Una casa de pirujas y borrachos cantando rancheras con las gargantas rotas. Las llaman abatibles o de bisagra, y yo ni las empujaba para entrar. Solo me asomaba por abajo y la veía moviendo la cola entre las mesas. Los clientes le daban de comer y se reían con ella: una perra enana y comelona.

Siempre iba yo a buscarla porque mi mamá no se iba a meter a ese burdel, por mucho que Tana fuera suya. Y aunque en la puerta decía, PROHIBIDA LA ENTRADA A MUJERES Y NIÑOS, yo entraba sí o sí. Porque esa perrita pekinés –alocada y chillona- era la alegría de mi  madre. Y a todos nos gustaba ver su lengua rosadita y la mancha de su vientre cuando se desparramaba en el suelo. Y así la encontramos, desparramada y muerta cuando volvimos de la playa, pero eso pasó cinco años después de lo que estoy contando aurita.

Total, que yo entraba a la cantina, y la llamaba, ¡Tana! Está comiendo su botana, respondía el dueño del lugar. Tana, botana, Tana, botana, repetía como idiota y se reía de su chiste, el muy payaso. Pinches huaches, decía mi mamá cuando yo se lo contaba. Ojalá que se larguen y cierren por fin esa maldita cantina, sentenciaba.

A Tana había que agarrarla y sacarla en peso, porque no te hacía caso si estaba comiendo y la llamabas. Dentro de la casa no era tan traviesa, pero cuando veía la puerta abierta salía corriendo como loca. Un día de mayo no la vimos más. No me acuerdo de la fecha, pero mi mamá sí. Un _____ de mayo se la llevaron los de la cantina, repitió durante cinco años. Y es que pasó que estuvo lloviendo muy recio, como suele llover en Yucatán. Y nos pasamos la tarde metidos en la casa comiendo pan dulce -conchas y corazones- y tomando café calientito. Nadie se dio cuenta a qué hora salió la perra. Pero ya no la vimos más.

Al principio creímos que volvería porque ya se sabía el camino y alguna vez se había escapado, pero no tardaba y aparecía. En cambio ese día no regresó. Mi mamá estaba segura que el dueño de la cantina se la había llevado, porque coincidió que ese día de lluvia no abrió el tugurio. Y no lo abrieron en los días siguientes. Ya había pasado otras veces que cerraban la cantina y se quedaba una temporada sin dueño. Hasta que venía alguien a ocuparla otra vez y la pintaban de nuevo y le cambiaban el nombre, pero seguía siendo la misma cantina apestosa de toda la vida. En la mera esquina donde empezaba mi calle. Pues no abrieron varios días. Y Tana no volvió.

Y así se pasó mi mamá muchos días triste. A veces se paraba en la ventana y se quedaba mirando un rato largo. Y si le preguntabas qué hacía, se molestaba. Y, apretando sus labios, se hacía la indignada y decía: que se chingue, para qué se escapa. Y enseguida se ponía a cantar cualquier canción que al principio no le salía porque sus lágrimas estaban atoradas en su pecho, y tenía que carraspear para aclarar su garganta. Y luego se arrancaba de nuevo a cantar y entonces sí le salía la canción y parecía más contenta. Era como si tuviera que ensayar su felicidad, hasta que le saliera bien.

Y así pasaron los cinco años que les comenté al principio. Entraban y salían perros de la casa: Carusso, Doggie, Spot, Duque, Perrito (se nos acabaron las ideas y le pusimos así). Pero no hubo otra hembra después de Tana. Y, por supuesto, mi mamá no sintió a ninguno de esos perros como suyo. Por una razón u otra, los perros escapaban de mi casa o se morían. Así que una temporada estuvimos sin mascota. Porque también pasó que una noche atrapamos una cría de búho que se coló por la ventana, pero a la mañana siguiente se había escapado de donde lo dejamos. Así que estábamos fastidiados de animales y ya no teníamos ninguno. Y la vida siguió tal cual.

Hasta que llegó el verano.

Ya estábamos todos subidos en la camioneta. Mi papá había arrancado el motor, pero mi mamá no salía. Estaba buscando no sé qué dentro de la casa. Iba de su cuarto hasta el baño, recorriendo el pasillo largo sin buscar nada en concreto, como si presintiera algo. Todos nos queríamos ir ya, porque el año anterior no habíamos podido ir a la playa, no me acuerdo porqué, pero seguro por dinero.

—Ya, entra a buscar a tu mamá. Se está recalentando el motor y todavía tenemos que pasar a cargar gasolina-, mandó mi padre.

—Más dos horas de carretera entre la selva—, apuntó mi hermana alargando el dos.

Todos querían estar ya en Cancún. Así que entré a la casa y vi a mi mamá con sus brazos cruzados, de pie. Sin hacer nada.

—¡Mamá! ¡Vamos!

—Ay, vamos, vamos.

Estábamos saliendo cuando entró corriendo una bola de pelos, disparada por todo el pasillo. Nos asustamos al principio, porque entró muy rápido. Y como el animal se topó con que la puerta que daba al patio estaba cerrada, regresó corriendo por donde había venido y empezó a ladrar como loca.

—¡Tana!

—No es, mamá.

—¡Claro que es ella! Agárrala.

Y me costó trabajo porque no se estaba quieta. Y entre mi mamá y yo la agarramos y la volteamos. Y ahí estaba su manchita. Sí era ella, pero estaba más gorda, vieja y sucia. Salí a gritar a la calle. ¡Volvió Tana! ¿Quién?, preguntó mi hermanito. Voy a comprar gasolina, dijo mi papá y apagó el motor de la camioneta, con el gesto torcido. Siempre le gusta estar en la playa a las ocho de la mañana y regresar a casa cuando empiezan a llegar los turistas. Y ese día no iba a ser así.

Mis hermanos y yo entramos a la casa y mi mamá estaba regañando a la perra porque se había escapado cinco años atrás. Era su forma de decirle que la había extrañado mucho. Así es ella, cuando te quiere decir que te quiere, te regaña y a veces te pega. Está cargada, dijo mi mamá, mientras le acariciaba la panza.

—Báñenla. Voy a comprar una cadena. Está un poco aturdida, no vaya a ser que se escape otra vez.

—Pero no te gusta amarrar a los perros, mamá.

—¿Estás sordo? Te estoy diciendo que se puede escapar otra vez. Cuando volvamos de la playa llamamos al veterinario.

—¿Y por qué no la llevamos?-, mi hermanito otra vez.

Él era muy chico y lo había olvidado, pero mi hermana le recordó que en un viaje a Cancún, Tana había saltado de la parte de atrás de la camioneta en marcha, no una, sino dos veces. Estábamos en plena carretera y mi papá tuvo que parar en medio, porque no había acotamiento. Sin triángulos preventivos, ni ramas, ni nada. Todos dentro de la camioneta y la perra colgando del cuello como una suicida. Mi mamá se estresaba mucho. Y se pasaba cada viaje vigilando a la perra por el espejo retrovisor. Cuando saltó la segunda vez, mi papá frenó de golpe, todo encabronado. Se bajó maldiciendo y la desató de mala gana. La camioneta estaba parada pero el motor seguía en marcha, y creo que al subir mi papá a desatar a la perra, por el peso, la camioneta empezó a avanzar sola y mi mamá empezó a gritar. Cuando hay caos, grita para que todo se paralice. A lo mejor quiso parar la camioneta con su voz. Mi papá apareció por el hueco de su portezuela abierta. No pasa nada, dijo todo serio. Y le entregó la perra a mi mamá. Anda con tu dueña, le dijo a Tana. Mi mamá la abrazó y le empezó a sobar la cabeza y el cuello. Y con la palma de su mano sobre el hocico del animal, hizo el gesto como de darle una cachetada cariñosa. ¿Por qué te quieres matar, estás loca?, le dijo mientras todos nos reíamos al ver a la perra feliz dentro del vehículo. Sacaba su lengua rosita, y movía la cabeza de arriba a abajo, como diciendo que sí.

Así la encontramos al volver de la playa, con su lengüita afuera. Acostadita muy cerca de la columna donde la habíamos dejado amarrada después de cinco años de paradero desconocido. Su postura dejaba ver su manchita tan característica. Gordita, llena de perritos por dentro. Nunca supimos cuántos iban a ser. Cuando llegó el veterinario dijo que la había picado una culebra, de las que abundan en la zona. Y que al estar amarrada, Tana no pudo escapar. Y yo miré un poco de reojo a mi mamá, que apretaba sus labios. Y el veterinario dijo enseguida, para borrar cualquier indicio de culpa, que la culebra también la pudo haber picado mientras Tana dormía. Que eso no se sabía, y que estuviéramos felices porque había vuelto a la casa después de cinco años de estar perdida. Aunque fuera solo para morir, había vuelto a la casa.

Ricardo Mena Rosado
Artista binacional (México-España) residente en Madrid. Actor, director, escritor y pedagogo teatral. Licenciado en Arte Dramático con Especialidad en Interpretación Textual por la ESAD Sevilla (España) y Licenciado en Educación Secundaria con Especialidad en Inglés por la ENSY de Mérida (México). Su obra teatral como actor, director y pedagogo se ha desarrollado en España, México, Alemania, Italia, Egipto, Rumania y Bangladesh, tanto en producciones locales como festivales internacionales. En 2011 crea Ekkyklema Teatro, sello bajo el cual escribe, dirige e interpreta un teatro que investiga la transversalidad de lo narrativo y lo escénico: Macario, muerto de hambre, Monstruo, Acullá. Más allá de aquí y Czech dream son algunos ejemplos. Su carrera como actor de cine y televisión incluye las series Malviviendo, Flaman, Valeria, Intimidad, Las pelotaris, Silent witness, Ella es tu padre; y largometrajes como Obra 67, La flor de lis y Els nens salvatges. @ricardo_mena_rosado / www.ricardomenarosado.com