Me esperaban como sólo se espera un regalo ausente de total inocencia.
Las viejas brujas de la hermandad de la nieve en vida, se encontraron ante la encrucijada que componía mi aparición vestida de media luna. Con mi rostro anudado a la maestra de ceremonias, vislumbré entre las paredes de la vagina de mi madre por la que me abría paso, las danzas que ejecutaban en mi nombre.
Porque yo era digno, justo pero también de ruin y nefasto porte. Entre algarabías me esperaban. Ellas bailaban con genuino gozo. La madera de rocío en los cuáles yacían amarrados los sacrificios en mi honor, observaban al firmamento unificado, adornado en sus esquinas por estatuas de carneros. De osos, de elefantes. En estas se encontraban pendiendo de sus cuellos: formas de cisne hechas de gardenias, de ardillas cimentadas por azucenas, de abejas entretejidas de lilas y todas manchaban el suelo con su sangre lechosa.
Ante la sangre de esos arrullos hechos lechos, mi madre pujaba en el nombre del dios encarnado que sería su hijo.
En la cúspide más amada la aurora coronaba sus cabellos mojados de sudor; las parteras agredían su centro y la impulsaban a alzarse para poder beber los fluidos que asomaban de la blancura de sus pechos. Ella, mi madre, recordaba en ese instante el momento en que la había montado una criatura del bosque con miembro de hombre, coronado de astas. Astas que se encallaron en su carne cuando libraron una batalla por el dominio de su cuerpo, entre heraldos y amor. Esos desgraciados conocedores de la gracia acérrima de todas las cosas.
Lo había recibido. Ella había sido mancillada con su simiente y dieciséis meses después ahora me encontraba presente entre el calvario que ella sufría como nadie. Sus alas de plumas de transparencias coloridas se abrían paso entre el dosel del lecho de hiervas y hojarasca que instalaron los más fuertes en el bosque.
«Arrucharmaeiro. Arrucharmaeiro. Arrucharmaeiro. Arrucharmaeiro. Arrucharmaeiro».
Todos coreaban al unísono: «El que ha sido y es esperado».
«Borichochanawenza. Borichochanawenza. Borichochanawenza. Borichochanawenza. Borichochanawenza».
Los más altos de los montes canturreaban: «Henchido de gozo, ven a nosotros».
Y las aves y majestades de los cuatro puntos cardinales trinaron, cagaron sobre todos. Arroparon las pústulas de los viejos. Fornicaron distintas especies de animales, entre ellos. Los enanos menearon sus erecciones, los más vivos se entretuvieron tocando instrumentos elaborados con los huesos de sus ancestros.
Tocaban canciones propias de ritos de la naturaleza, del funeral de quiénes habían sido sometidos al mismo experimento para que yo viniera al mundo. Porque muchos vírgenes y muchachos, ancianos habían perecido, pero ante todo, me esperaron.
Y cuando se alzaron a varios metros del suelo, impulsados por una magia siempreviva de ultratumba, mis cosmos se abrieron paso en ese universo de colores opacos y sangrientos. Con la promesa que montaría a todos los mundos y me alzaría con el cetro de las más idóneas de las promesas y la más etérea de las índoles de la creación.
Los devoraría a todos.
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