«La muerte de Rapunzel» de Raúl San Miguel Ponce de León

Me observa y, mientras lo hace, ha detenido el tiempo. Sé que posee la facultad de hacerlo reversible y comienzo a sentir que viaja a través de la memoria, en un espacio paralelo, hacia cualquier punto de mis recuerdos.

Alisa sus cabellos. Sonríe como aquella noche en que viajábamos en el ómnibus y leía uno de mis relatos concebidos, en su habitación, antes de llegar la mañana. Ahora, desnuda y con las rodillas recogidas contra su pecho lo ha terminado de reescribir en silencio. En esa posición parece más hermosa, lo sé, y confieso que me gustaría volverme, decirle una avalancha de palabras, agradecerle que esté ahí de la misma manera en que sedujo a Garrandés, después de su encuentro con Madame Meurent, pero no las encuentro.

En realidad he perdido los términos exactos para describirla y pienso que, nuevamente, ha creado una nueva imagen de sí misma en medio de un estado antimateria capaz de develar el secreto que hace girar todo en derredor, interminablemente, como si fuera una especie de agujero en el cual se cumple la primera ley del Universo: la Ley de la Atracción, mientras se perciben (en torno a ella) las secuencias turbulentas del día y la noche, el origen y la creación de ese espacio infinito en continua expansión.

Sospecho que, si abro los ojos, no podré atraparla y se convertiría en una ilusión, el soplo de un recuerdo no vivido, ¿pero es real? Sí, es real… Había llegado a su casa justo cuando concluía un pequeño libro de relato bajo el nombre de: Estaciones nocturnas, narraciones sobre mujeres de la noche, fantasmas que desaparecían en las ciudadelas, de La Habana, poco antes del amanecer.

Había pensado, incluso, evocar las almas de aquellas vampiresas convertidas en tales por el azar y reducidas a lo peor de su especie: las putas rojas, como la definieron aquellos funcionarios incapaces de mirar la verdad de las llamadas prostitutas comunistas, detrás del antiguo brillo tomado de los ojos de Rapunzel. Pero no podrían saberlo. A ninguno se le hubiera ocurrido mirarle porque tampoco podrían levantar la vista de aquellas oficinas abarrotadas de documentos obsoletos y saturados de regulaciones burocráticas.

En realidad, poco importaba, una vez que se tenía el privilegio de disfrutar la hermosa visión que ofrecían los cabellos ondulados y revueltos de Rapunzel, en medio del litúrgico placer que provocaba cuando su lengua reptaba sobre el falo. Lo envolvía casi aprisionándolo de la misma forma que lo hacían sus oscuros cabellos de medusa para contener el impulso de la sangre que arrastraba la incontenible esperma hasta el agujero que corona el glande, antes de bajar (repentinamente), a la base de los genitales para beber el fluido vital de su amante y reducir el dolor producido con sus labios flameantes. Entonces, podía escucharse ese ronroneo gutural que la hacía mirar de una manera distinta y con la voz susurrante decir: “Sí, me gustaría volver… ¡Qué importan otros 300 años!”

Sentí su cuerpo, atrapado entre mis brazos, como una hoja olvidada por el otoño. —También me gustaría —respondí en medio de una explosión de alegría irrefrenable. ¿Podría escribir mis estaciones… sin ella? No, no podría, me respondí consciente de que debía asumir el haber encontrado la revelación del alma en una mujer nocturna, pero también sé que, al describirla, solo lograría pensar en la palabra ángel, aunque resulte cursi así decirlo.

Por supuesto, ya lo era el pensarlo, pero me arrepentiría de no encontrar la palabra exacta para definirla. Incluso, pensé en demandar a los de la Real Academia; pero no. Serían demasiados trámites de ida y vuelta entre el Norte y el Sur (más bien entre La Habana y Madrid), en medio de una espera inconclusa, para obtener la respuesta que jamás llegaría a través de correos electrónicos porque no serían respondidos. Mucho menos funcionaría siquiera, buscar la palabra que la definiría, en los nuevos o posteriores intentos literarios.  

Rapunzel o Mabel, en este caso, seleccionaba sus alimentos. Aseguraba que la sangre de los artistas (en todas las manifestaciones) tenía una carga especial de hormonas porque liberaban ignotos recuerdos vividos en otras almas. Así lo confirmé, después de escucharle, una vez más, pronunciar mi nombre como si lo conociera de siempre.

Tampoco demostró sentirse impresionada cuando le mostré la misma fotocopia que le autografiara a Garrandés para su relato (Rapunzel) y que recreaba una imagen de este ángel de las sombras, tomada del libro Plaisir d´ Amour, de Elizabeth Nash. Si la hubiera contrariado, como me advirtió el escritor, solo escucharía el batir de sus alas justo cuando escapara por la ventana del angosto pasillo del solar sin terminar de leer mis Estaciones nocturnas.

Es por eso que conservo, de su puño y letra, las consideraciones plasmadas en el manuscrito, con esa caligrafía de más de 300 años, cuidadosa, exquisita. También me develó el misterio de su encuentro con Louis (quien ahora usa el apellido Aguirre). Un joven que reencarnó de un viejo Louis reconocido de New Orleáns y que —según un amigo italiano, Adriano Galloussi, compositor y crítico— vendió su alma al demonio para escribir su música como lo hizo Aguirre en la búsqueda de sonidos capaces de otorgarle voces propias a los tambores y hacer hablar a los difuntos, en un lugar tan frío y níveo que congelaba la sonrisa detrás de la ventana en su casa de Suecia”.

Traté de imaginarme a Louis en la cama con Rapunzel o Mabel y no pude evitar reírme al evocar su rostro demasiado caucásico para ser caribeño y escucharle (mientras fumábamos) la confirmación de la existencia de espíritus vivos en su música, al definir su obra como brutal y salvaje.

Al respecto, recuerdo, de manera muy especial, las declaraciones del percusionista Enric Morfort. El europeo parecía atrapado en el sortilegio de las obras: Añá” o “Kabiosile, las cuales le costaron más de tres meses de estudio. Por supuesto, desconocía del encuentro de Louis y Rapunzel. El pobre Morfot, confesó: “No todos los compositores pueden lograr lo que Louis porque no resulta fácil creer que la música no sale del instrumento, sino del espíritu latente que lo anima”.

Pero Louis jamás le habló a Morfot, de Rapunzel. Tengo probadas referencias de lo anterior, en los correos electrónicos que intercambié durante un buen tiempo con Louis Aguirre, actualmente, víctima de una rara y eventual enfermedad que ofrece a su fisionomía —en los momentos de creación—,  la tonalidad azulosa de la nieve. Coincide con el tiempo en que permanece encerrado en su habitación de Ámsterdam. Solo al concluir cada obra su piel adquiere la normal quietud de la sangre contenida bajo la piel.

Mientras escribo también experimento la extraña sensación de placer que aún me invade en medio del sutil dolor de los pequeños orificios en la base de mi falo. Pero si no hubiera sido por Garrandés y este por su amiga Madame Meurent, jamás hubiera podido concluir esta serie de relatos que llamaré Estaciones nocturnas, tampoco tendría motivos ni sentido, si no hubiera existido, Mabel (Rapunzel). Digo existido porque descubrí el lado vulnerable de la muchacha de cabellos ondulados y oscuros. El lugar exacto para clavar la estilográfica de plata que encontré en el pequeño cofre que celosamente ella guardaba con el ámbar de hace más de mil años.

Licenciado en periodismo por la Universidad de La Habana, en 1989. Jefe del Grupo de Televisión de la Academia de Ciencias y miembro del Consejo editorial de la revista Ciencia, en 1989. Subdirector de la Cadena Provincial de Radio de La Habana, en 1993. Periodista y jefe de redacción del periódico El habanero, en 2013. Subdirector de Tribuna de La Habana 2015. Posee cursos de postgrado relacionados con la dirección guion y realización de programas de radio y televisión; fotografía, diseño. Crítico de arte, dibujante, caricaturista. Postgrado de especialista en temas económicos por el Banco Central de Cuba. Ganador de disimiles premios en concursos periodísticos de Radio y Prensa escrita. Ha publicado relatos en dos ediciones cubanas y una en Argentina. Miembro del jurado del concurso provincial de periodismo en La Habana. Ha participado como jurado en el Festival de la canción mexicana, en La Habana. Actualmentes, es director del periódico Tribuna de La Habana desde 2021.