Disfruta
Nos lo decimos unos a otros como un comando.
Una sugerencia, una petición, una orden, un plan.
Como si fuéramos estúpidos para no tener ya entre nuestros planes disfrutar el día de nuestro cumpleaños. Como si se nos ocurriese pasarlo mal per se.
A: Me voy de viaje
B: Disfruta mucho
A: ¡Hoy descanso!
B: Disfrútalo
A: Iré al cine esta noche
B: ¡A disfrutar!
Claro, cojones. Disfrutar queremos todos.
La pregunta es si sabemos cómo. Cuándo, de qué, con quién.
Disfruta de la vida, me dijo el psicólogo en mi última cita.
¿Y cómo se hace? Pregunté literalmente.
Sí que hay un deseo de que el otro goce cuando decimos disfruta. El deseo será más o menos sincero, dependiendo del afecto, de las ganas de que el otro multiplique el fruto, intensifique el beneficio de algo, experimente placer.
Pero no es un proceso automático. Disfrutar requiere de sabiduría y, a veces, de inconsciencia. Sabiduría entendida como el conocimiento de uno mismo y sus circunstancias. Tener la capacidad de entregarse al momento en el que la parvada atraviesa el cielo, a esa suerte de haber levantado la cabeza, despegando la vista del teléfono. Sucumbir al deslizamiento del helado de pistacho por el esófago. Rendirse y soltar el peso sobre el colchón, convertirse en vaivén de hamaca. Todo lo anterior requiere saber estar única y absolutamente en ese instante. Sin musitar la lista de pendientes mientras se come, se pasea o se descansa.

Lo otro, el disfrute que envidio (porque me es del todo ajeno), es el estado de enajenación y desapego sobre el futuro. La completa relajación sobre las consecuencias de lo que se hace. Eso que experimentan las gentes a las que no parece importarles nada, solo el placer. Ay, hedonistas, les miro en la distancia y les admiro, como animales exóticos en jaulas, especies desconocidas. Como cuadros de museo de una época que no consigo entender. Por ignorancia pictórica, por analfabetismo selectivo.
¿Será, acaso, eso que llamo inconsciencia, una manifestación superior de la consciencia?
Disfruta de la vida, me dijo el psicólogo en mi última cita.
¿Y cómo se hace? Pregunté literalmente.

Yo suelo pensar en el castigo que sucede al gozo. En la consecuencia de haberlo pasado bien. Porque el placer es un delito. Algo que he robado. Que he vivido sin permiso. ¿Quién me programó de esta manera? ¿Y desde cuándo llevo repitiendo a voluntad esta programación?
De pequeño recibí muchos reconocimientos de fuera: premios, trofeos, diplomas. Lo ganaba todo. Concursos de declamación, conocimientos, ortografía, agilidad mental, creación literaria. No obstante, el placer era cortito. Un subidón de adrenalina al escuchar mi nombre para subir al podio. Y poco más. Agarraba el trofeo con las alas de los ángeles victoriosos apuntando hacia el infierno. Usaba los diplomas como si fueran abanicos para el calor tropical de Yucatán. Que no se vieran las letras escritas en dorado: primer lugar, mejor alumno, ganador. Quizá se me dijo, no recuerdo, que si la humildad esto, que si no presumir lo otro, que mantener un perfil bajo, no dar excesiva importancia, no pavonearse, no restregar mi victoria en la cara del perdedor. Y entonces yo pasaba de puntillas por esos momentos de gloria. De puntillas y corriendo.
Y disfrutaba a solas. Limpiaba los trofeos y los ordenaba encima del ropero. Separaba los de vidrio de los metálicos, y reproducía el momento en mi cabeza sonriendo. Y nada de pobrecito niño, cuánto dolor. Nada de por favor perdónenme a mis cuarenta años por los traumas de mi infancia. Nada de eso. No es a lo que he venido.

Abro digresión:
Ahora estiro el cuello para alcanzar el sol desde la ventana de mi cocina. Me he mudado recientemente al centro de Madrid. Atrás quedaron mis vistas al río Manzanares. Ahora lo que tengo frente a mí es una academia de danza. Hay una bailarina ensayando una coreografía. Nuestras miradas se cruzan instantáneamente. Es incómodo. Desde su perspectiva yo soy un voyeur. Desde la mía, ella una exhibicionista. Ninguno de los dos pretende lo que parece. Esa es la disposición arquitectónica en la que no hemos decidido nada. Ni ella ni yo. Ella baila, yo bebo café. Cierro los ojos para disfrutar. Para intensificar el gozo matutino. Ahora estoy disfrutando, sin la necesidad de una orden para hacerlo. No soy un robot al que han programado para el placer. Soy un cuerpo vivo, dispuesto en vertical, con los audífonos enganchados a mis orejas para escuchar Bedtime story como si fuese un concierto privado. Disfruto como consecuencia de mi conexión con el presente. El placer de vivir solo, por fin. Después de veinticinco años de desearlo. Vivo en el centro y puedo escapar de su bullicio con unos audífonos. Intento no mirar directamente al estudio donde la bailarina entrena, pero no puedo evitar ver mi reflejo en los espejos de la academia. Soy un espectador de mí mismo. Quizá cruce la calle y me presente a la administración de la academia: soy un vecino nuevo, no un depravado que mira; ustedes me miran también sin yo quererlo, así están dispuestas las cosas, no voy a tapiar mis ventanas por donde entra la luz.
Cierro digresión.
A lo que he venido, como iba diciendo, es a desear que se expanda el fruto. Ya que por fin entiendo lo que el prójimo desea para mí cuando me pide, sugiere, aconseja, ordena que disfrute. Que se intensifique el placer, que se multiplique el gozo. Y esto se consigue viviendo el presente (¡Vaya, qué sorpresa!). Sí, sí, qué coñazo de cantinela de psicología positiva y chorradas budistas. Pero, no. No es tan sencillo de practicar como parece. ¿Qué es el presente?

Dejar que la primera nota de Uninvited, que he escuchado mil veces durante 25 años, entre en mí como si fuera la primera vez que escuchara a Alanis Morissette. El presente es ahora, mientras lees esto. Ahora. Lo de Uninvited, el inicio de este párrafo, ya es pasado. Ahora estás aquí.
Y te vas a morir. Yo también. Todas nos vamos a morir.
Yo estoy celebrando ahora, este mes de los muertos, que vivo (de momento). Y que, a mis casi cuarenta, voy entendiendo (después de ansiedades varias), cómo se hace eso de disfrutar. Voy aprendiendo, por fin, que no tengo que bailar y gritar en medio de la pista solo porque así manifiestan los otros su placer. Yo puedo estar en la pista, quieto y con los ojos cerrados, dejando que los cuerpos que saltan me empujen, me muevan a voluntad. De solo pensarlo, sonrío de placer. Y no quiero morir, ahora menos que nunca, cuando apenas le estoy agarrando la onda a esto del disfrute. Cuando, a punto de terminar el 2022, he visitado tres países nuevos en los que he actuado, viviendo al máximo cada representación; cuando he conseguido la casa con la que soñaba; con mi cuerpo saludable y lleno de energía; con la ilusión del amor. Ahora sí que, morirme, lo que se dice caer muerto por la calle, no me viene bien, no me apetece.
Pero me reconforta saber que puedo romper las creencias sobre el castigo que sucede al placer. Esa mentalidad judeocristiana que tanto me ha jodido la existencia. Esa pobreza mental, condicionamiento de clase, eso cosa de comer rápido para no quedarte sin comida. Eso de no decir las cosas muy fuerte porque se salan. Esa educación en el miedo y la violencia (contra uno mismo, en este caso). El ideal de la crucifixión como precio que pagar para entrar al cielo. Vivir martirizado, como único camino. Y nada en los libros sobre el placer.
Pues no, mijito. Pues no, mijita. Te vas a morir, así que, disfruta.
Disfruta, que vas a morir.
Disfruta que vas a morir.
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