Cuando se rastrea el origen del video clip, se pueden encontrar con varias sorpresas. De niño vi el largometraje de animación Fantasía, de Walt Disney, y luego supe, muchos años después, que la combinación de imagen y sonido había sido decisiva en mi apreciación de la llamada música clásica. Desde entonces la Tocata y fuga en re menor, de Bach, y El aprendiz de brujo, de Dukas, quedaron en mi memoria.
El investigador mexicano Julián Woodside recuerda cómo la primera película comercial con sonido 100% sincrónico fue, hasta cierto punto, detonante también del cine musical y refiere particularmente el caso Santa, de 1931, inspirada en la canción homónima de Agustín Lara. “Es durante esa década –apunta- que se dio pie a una fuerte tradición de musicales iniciada por Allá en el Rancho Grande (1936)”.
En Cuba, Santiago Álvarez se adelantó a la estética del video clip en 1965 al estrenar Now, en el cual la canción homónima interpretada por Lena Horne cobraba una nueva vida en imágenes para potenciar la denuncia contra la guerra y la discriminación racial en Estados Unidos.
Pero si hablamos del video clip como una línea de producción establecida con propósitos determinados, tendremos que situarnos en los años 80, cuando la industria del espectáculo comenzó a masificarlos mediante canales especializados y la industria discográfica encontró en este tipo de realización audiovisual una vía para la promoción comercial. Es decir, fue la entronización del video clip como herramienta para vender piezas musicales y artistas, en el contexto del mercado. En otras palabras, hacer entrar la música por los ojos.
No creo, sin embargo, en lo que el compositor francés Michel Chion dice de este tipo de producto, al reducirlo a “algo visual colocado sobre una canción”. El video clip es mucho más, aunque también puede ser mucho menos. El signo de más se observa cuando hay una intención artística autónoma, un interés por trascender la mera ilustración y una voluntad auténticamente creativa.
Lo mejor del video clip en tierras latinas responde a esa vocación. Inscribo en esa categoría decenas de realizaciones que no apuestan a un despliegue excesivo de efectos especiales ni a sofisticaciones insustanciales, sino a reflejar de manera orgánica la música en imágenes. Varios son los realizadores de mérito con que contamos, como también músicos que exigen para sus producciones audiovisuales mucho más que un simple trámite promocional.
Pero por otro lado hay una zona que no debemos desconocer. Qué me dicen de esos video clipes falsamente tropicales, ridículamente folclorizantes. O esos otros plagados de lugares comunes romanticoides. O aquellos que abaratan el erotismo.
Tampoco olvidemos una flagrante paradoja. Hay cantantes y canciones mediocres que corren la suerte de contar al menos con una producción audiovisual decorosa, y hay músicas de cierta altura que se despeñan por el abismo de la mediocridad de la puesta en imágenes.
En todo caso me atrevería sugerir que al video clip latino le faltan teoría y debate. Y una crítica que contribuya a separar la paja del grano. Termino evocando unas palabras dichas por el ensayista cubano Rufo Caballero, el recordado crítico de arte y pionero en el análisis de ese tipo de realización audiovisual: “El clip aporta una paleta enorme de imágenes aventuradas. Lleva a la pantalla la identidad más profunda, con honestidad crítica y sentido de pertenencia, como lo han conseguido tal vez unos pocos dramatizados, y zonas muy puntuales del área informativa. En ese universo existe una pluralidad estética total, apabullante, para el bien de la cultura latina. La crítica cultural puede contribuir al mejor entendimiento del fenómeno clip”.
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