Queridos lectámbulos:
Hemos disfrutado una vez más de los Juegos Olímpicos, esta vez en la Ciudad de las Luces, París, en donde disfrutamos de la destreza física y mental de grandes atletas, quienes llevaron al límite las posibilidades del cuerpo y de la voluntad; asimismo, fuimos testigos de respeto entre los participantes, en dónde las diferencias culturales o lingüísticas no fueron barrera para generar vínculos de hermandad.
Sin embargo, esta pugna deportiva, que nació en Grecia en honor a Zeus, nos dejó con algo más que emoción y adrenalina, pues nos encontramos con varios puntos para reflexionar; de hecho, en las redes sociales ya comienzan a circular los cuestionamientos acerca de cuál es la ganancia de los deportistas que se preparan toda una vida y que, en ocasiones, tienen que invertir de su propio bolsillo para llevar un entrenamiento acorde a los estándares olímpicos; qué ganan los atletas por ocupar un lugar en el pódium y qué sucede con quienes no lo logran.
Junto con estos, viene otra serie de interrogantes que nos hace mirar un poco más allá de las justas deportivas, como el importe erogado para la organización de los Juegos Olímpicos, porque, de manera general, resultan ser extremadamente costosos para el país anfitrión, gasto que suele no ser equiparable con la derrama económica que deja a la población. Asimismo, la construcción de infraestructuras olímpicas puede tener un impacto negativo en el medio ambiente, incluyendo la destrucción de hábitats naturales y la generación de residuos, así como el desplazamiento de comunidades locales.
Por otro lado, de manera particular, París 2024 puso en la mesa temas como la salud mental de los deportistas de alto rendimiento, con el caso Simone Baile, quien es tan sólo una muestra del efecto del elevado estrés que viven los atletas olímpicos y que apenas comienza a tomarse en cuenta. De igual manera, la discriminación y el odio en materia de género tomó un papel importante con el caso de la boxeadora Imane Khelif, de quien se dudó de su sexo, a partir sólo del prejuicio, sin más información y sin importar el daño emocional que podrían provocar en ella, poniendo por encima los intereses deportivos que al ser humano. También nos dejó lecciones de ética, como en la final del salto de altura, en la que el estadounidense Shelby McEwen no quiso compartir el oro con el neozelandés Hamish Kerr y terminó por obtener la de plata.
Nos quedaremos también con la duda acerca de los criterios de participación y los poderes que hay detrás de esas decisiones político-administrativas, ya que quedará sin respuesta —por lo menos, oficial— ¿Por qué el Comité Olímpico Internacional prohibió la participación de Rusia, pero no así la de Israel, que ha provocado tanto dolor y muerte en Gaza? ¿Por qué, en medio de una guerra tan cruenta como la que hoy vive Palestina, no hubo ni una sola muestra de solidaridad en este evento, cuyo objetivo es la paz y la hermandad internacional?
Es por esto que, en Lectámbulos, decidimos dedicar esta edición de agosto a reflexionar cómo las Olimpiadas son Más que deporte, ya que el arte, la cultura, los derechos humanos y los intereses políticos y económicos, también estuvieron presentes; pero, sobre todo —y nos quedamos con ello—, la esperanza de que todavía hay hombres y mujeres dispuestos a no rendirse.
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