En el mundo hay diferentes ritos y creencias acerca de la muerte. Médicos y antropólogos, dedican tiempo a descifrarla, aún con poco éxito, pues sigue siendo algo incomprensible y desconocido. Los poetas de diferentes épocas vertieron en sus escritos el dolor que produce y han dejado evidencia de la brevedad de la vida. Y los místicos nos inducen a resignarnos ante el destino inevitable de todo ser vivo, con la esperanza de otra vida.
La realidad es que la mayoría de los seres humanos tratamos de evitarla y hacemos todo lo posible por ignorarla, aunque no podemos negar que existen unos cuantos que por demostrar audacia o por mera imprudencia, la buscan constantemente hasta que logran su franca atención.
Recuerdo que yo no había pensado en la muerte hasta el día en que nació mi primer hijo, no por el posible riesgo en el parto, sino porque ese mismo día murió uno de mis mejores amigos de la universidad. Mi madre enfureció al saber que mi marido me dio la fatal noticia cuando yo apenas despertaba de la anestesia de la cirugía.
Caí en la cuenta de que no era la primera ocasión en que me enfrentaba a la muerte. Su traza había quedado en los sillones vacíos de mis abuelas. Duele aún el recuerdo, en los sabores que me rehuyen y en el huipil, que ya no encuentra las manos que lo bordaban.
El adiós de mi querido amigo secó el descaro que entonces compartíamos. Cuando éramos estudiantes, Rafael tenía un volchito en el que nos daba “aventón” al terminar las clases a varios compañeros y los fines de semana nos escapábamos a la playa, amontonados en el carrito.
Después de graduarnos, él se fue a Tabasco donde encontró su primer empleo. Ahí murió a escasos meses de haber empezado. Lo imaginé llevando las maletas sujetas al lienzo, todavía llenas de ilusiones. Por primera vez consideré que, en un parto, como el que yo acababa de pasar, está presente la vida y la muerte pero a esa edad sólo existe vida.
Dos años después mi tía enfermó, ella era mi hermana, mi amiga, mi segunda madre. Llevo tatuado en la memoria, su ejemplo de lucha y valentía. Nunca se casó, cuestión que resultó triste, casi vergonzoso para una ciudad llena de prejuicios. Ella, lejos de sentirse desafortunada, se hizo fuerte, independiente, emprendedora y sobre todo, feliz. No pudo vencer el cáncer que le aquejaba, pero superó los pronósticos médicos hasta el límite. En esta ocasión la muerte me cimbró más, dejándome su huella pegada a la espalda. No me quedó de otra que resignarme a padecer la inminencia del espectro que asalta a la humanidad en el momento menos esperado.
Pasaron los años, mi madre también cumplió con su tiempo. Recuerdo que cuando ella estaba muriendo, alguien me dijo que no entendía por qué las personas visten de negro en un funeral, cuando el color rojo, es signo de alegría. La que hay en el cielo cuando se llega a la verdadera morada. Escuchar esas palabras me dio una visión más confortante para digerir la espesura que me dejó su ausencia. Reconozco que después de tanto, la violencia de la muerte me fortaleció y ahí opté por encerrarla en la inconciencia.
Lejos de ser una anciana moribunda o lo que sería peor, una mujer vencida, observo que los hijos crecen, el ímpetu en el trabajo cede, el cuerpo modera su ritmo y la vida luce apresurada. Generaciones anteriores a mí, están muriendo, cada vez son menos los que habitan de este lado de la tapia.
En los últimos meses, seis muertes súbitas han acontecido a mi alrededor, esta racha sombría surge como una burla a los avances médicos en pleno siglo XXI. Una extraña plaga fulminante detuvo el corazón de los esposos de mis amigas, con apenas cincuenta años de edad. Esto azotó mi ánimo. Qué simple me pareció el sentimiento que experimenté por la pérdida ya lejana de aquél amigo universitario, al compararlo con los inesperados decesos de ahora. Lamento mucho escuchar el llanto de una esposa y las palabras desconsoladas de un adolescente que dice que su padre no estará el día que se gradúe, ni el día en que se case. O el del pequeño que espera que su padre llegue a casa para jugar con él. Esto arrojó a la basura toda mi garra por la vida. De pronto me sentí como vil producto de supermercado cuya vida de anaquel está a punto de caducar. Pensar en dejar a nuestros seres queridos, cambiar todo con lo que este mundo nos complace y entregarse a lo desconocido por más prometedor que se nos presente, resulta difícil. ¡Vaya, cita obligada tenemos los humanos!
Si bien la muerte es el final inminente de toda existencia, hay que considerar ese paso sin actitud fatalista y preparar el momento. Como todos, ignoro hasta dónde llegue mi tiempo. Tampoco sé si seré de los afortunados que alcanzan a despedirse de su gente cercana o seré fulminada como esos maridos. Por ello, procuro decirles a cada momento, lo mucho que los amo y cómo me siento agradecida por lo vivido. Ahora sé, que no voy a sentarme a esperarla, tendrá que agarrarme en medio de la jugada, haciendo lo que me gusta. No soy de las que retan, pero si me enfrenta le daré batalla, mucha batalla, hasta que mi espíritu huya como vapor de agua.
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