El doctor Alejandro Terry Zamora, colaborador habitual de Lectámbulos, estuvo 15 días ingresado en el hospital Julio Trigo, de La Habana, Cuba, afectado por la COVID-19. Aquí se recogen parte de sus vivencias durante el ingreso, procesos previos y posteriores. Ya de alta junto a su familia, su reflexión nos ayuda a meditar sobre lo que puede significar el verse coronado con la enfermedad del momento, que aún nos desafía pero que también nos deja una larga estela de cansancio y preocupaciones, sobre todo a aquellos que luchan substancialmente contra la misma.
Todo comenzó una tarde de febrero, mes del amor y la amistad. Luego de cuatro días de guardia en el hospital, regresé a mi casa con la satisfacción del deber cumplido y de haber atendido las peticiones de bienestar de cada persona que se sentó en la consulta. Todo marchaba normal, aparentemente.
No había indicios de que algo estuviera por suceder. Las primeras 72 horas posteriores a aquel domingo no indicaban nada anormal. El miércoles, aún con el agotamiento acumulado, decidí correr 12 kilómetros junto a uno de mis amigos del Santa Fe Running Club. No me sentí la distancia, pues tuve un excelente ritmo de carrera. Sin embargo, el cuerpo me daba señales de algo que no sabría explicar. Llegó la noche y con ella, como por arte de magia, una tormenta de cefaleas, dolores musculares, fiebre, secreción nasal y escalofríos, que envolvieron todo mi cuerpo. En ese momento pensé que nuevamente el Dengue estaría haciéndome compañía.
Debido al toque de queda imperante en la ciudad, no pude moverme de mi casa, y, médico al fin, ataqué los malestares con lo tradicional. Unas duralginas vinieron al auxilio y un alivio momentáneo no me despertó las alarmas para lo que vendría después. Peor no pudo ser la madrugada, y ya a esas alturas, sobre la cama, revoloteando y buscando adonde asirme, desperté con el sobresalto de que algo estaba ocurriendo.
Entonces el jueves acudí al hospital donde tres días antes había realizado mi guardia médica. Allí me realizaron los exámenes de rutina que normalmente se hacen y por supuesto, como parte de los protocolos aprobados en el país, incluyeron las pruebas de COVID. El primero de ellos, el test de antígeno, dio positivo a la enfermedad. Primera alerta, acompañada de la decisión de esperar la ambulancia, ya en camino. Sin embargo, ante la espera del medio de transporte y de los resultados del PCR, la decisión fue que regresara a mi casa y allá esperara con calma.
Pero los dolores no cedieron y el malestar general se adueñó completamente de mi cuerpo. Esa última noche se había convertido en una agonía aguda, por lo que al día siguiente acudo nuevamente a mi centro asistencial. Ya en la entrada de este, uno de mis colegas me comenta que mi prueba de PCR había sido positiva. Oficialmente era un paciente con la COVID-19, la maldición más moderna para la especie humana.
Un torbellino de ideas entrecruzadas me removió el cerebro. Me senté, tomé aire y pensé en los míos. Había sido esa la única preocupación rodante por mi cabeza; la nueva e indescifrable etapa que se abriría días después en mi vida no eran la prioridad. Los protocolos en Cuba para casos como este están bien precisos, por lo que se decide enviarme al área de salud de mi comunidad, donde aguardé desde la tarde hasta las 2 de la madrugada la llegada de un taxi que vino a recogerme.
Entre lágrimas y deseos de pronta recuperación, me despedí de mi familia, consciente de la obligada lejanía a la que estaría sometido, pero confiado en que podría superar este nuevo reto al que me enfrentaba. En medio de calles oscuras y desoladas, emprendí una ruta hacia lo verdaderamente desconocido, sin saber sobre cómo reaccionaría mi cuerpo ante la enfermedad, teniendo en cuenta que la sintomatología mía era bastante clara, pero sabiendo de los enigmas que aun esconde esta peligrosa pandemia.
Llegar al hospital que me acogió por casa 15 días fue interesante. No me iban a admitir apenas llegué, pues no había camas disponibles en ese momento. “Estamos llenos”, fueron las dos primeras palabras que escuché apenas entrar. Para mi suerte, tuve la posibilidad de continuar mi ruta y sí, fui admitido, aunque en observación, mientras esperaba que se desocupara una cama en las salas superiores.
Entrar a las 2:44 de la mañana por unos pasillos muy iluminados, con puertas de color verde bastante penetrante, silencioso, mármol en los pisos y media pared, vacío, desolado, con un ligero sonido de algún que otro equipo o artefacto a la distancia, me dio una triste perspectiva. Aquella rara sensación que aún hoy siento dentro de mí, me provocó escalofríos, y no, no eran de COVID. Un amable médico me ayudó con todo.
En aquella estancia de observación conocí a una señora que cuidaba a su madre. Para referirse a ella utilizaba “mami”. Mami al parecer, a oído de médico, estaba en un estado muy delicado, pero me impresionó aquella fuerza que tendría día y noche su hija para vigilar cada gesto, cada movimiento de su progenitora. Quizás, sabía que su momento de comenzar la segunda parte del viaje se acercaba. Intercambiamos palabras, a la distancia por supuesto. Me resultaba atrayente y hasta gracioso el hecho de que mantenía en muchas ocasiones su mirada fija en mí; ojo, no soy muy egocéntrico, pero sí lograba notar aquella vista que uno conoce, está ahí.

El tiempo en aquella sala de observación transcurrió sin darme cuenta, pues casi sin descanso, el personal de salud debía atender la llegada de casos de urgencia, acompañados con los chillidos de gomas de autos, de otros que se iban, También, el dolor por los fallecidos, que sólo dejaban unas pocas pertenencias adheridas a la foto de su identificación. Fue ese un momento de reflexión, y quizás también para aquel que lea estas palabras. ¿Qué es la vida, qué es la muerte, o que exactamente somos? ¿Estaremos realmente disfrutando la vida?
Mientras, médicos y enfermeras no tomaban un respiro para atender a cada quien. Se les veía agotados, pero sin una sola queja. Su labor humanitaria se ha multiplicado y ya ha transcurrido casi un año de trabajo inmensurable. Parece que no hay derecho al descanso, todavía.
Luego de una no tan larga espera me subieron a la sala. Aquella bendita cama ya estaba preparada, higienizada y lista para acariciar mi cuerpo por unos 7 días, pensé yo. Transitar por los pasillos y subir el elevador me había ayudado a relajarme. El camillero que me acompañó resultó ser muy simpático, una característica, al parecer, muy inherente a ellos. Me comentó sobre el cansancio y lo que estaba por venir este año. Llegué a la sala. Me sorprendió muchísimo la limpieza, organización y estructura arquitectónica, muy bonita, pintada. Me recordaba a las estructuras de los hospitales que salen en las películas cubanas de los años 80.
Aquella sala transmitía un ambiente muy acogedor para los pacientes, lo sentía en mi interior pues una de las primeras secuelas había sido la pérdida del olfato. Presentía que lo sublime de mi estancia era justamente percibir cómo cada alma recostada se levantaba de aquella estrepitosa enfermedad. Pasaron varias jornadas, entre medicamentos como la Kaletra (2 tabletas cada 12 horas), la cloroquina con 1 tableta cada 12 horas y el Heberferón, 1 bulbo en días alternos en el deltoides durante mi estancia en aquel lugar. Una habitación grande con 4 camas, 4 vidas, 4 esperanzas.
Una señora mayor que por mis saberes médicos no pertenecía a ese lugar, una mujer de 40 y tantos años, que me recordaba que la juventud es un estado emocional y a mi izquierda, ternura mezclada con enfado, con ojos claros y bata de dormir. Aquellas conversaciones al azar sobre distintos temas entre conocidos ocasionales fueron agradables. Palpar la ansiedad de la señora mayor cuando le diagnosticaron neumonía también me hizo reflexionar; aquel día que le dieron el alta a la juventud y a la bata de los ojos claros, también me hizo pensar sobre qué tan cerca pueden estar el éxito del fracaso, la tristeza de la felicidad, sí, a unos pocos pasos de distancia.
Pero la cortesía me halagó y de alguna manera, cual reverencia a la profesión, decidieron trasladarme a una sala preparada, con todas las condiciones para los médicos que, en función de su trabajo, contrajeron la enfermedad.

Nubes, Sol, neblina, atardeceres y amaneceres de este lado del cristal. Muchas veces perpetuo, recordando el más triste de los encierros
Solo dos camas en una habitación, separadas por unos cuantos metros, haciendo honor a que en estos tiempos la distancia es más que prudencial. Aquí pasarían otros siete días, pesados, uno tras otro, sin más ver que lo que la ventana en su acto opaco, propondría. Nubes, Sol, neblina, atardeceres y amaneceres de este lado del cristal. Muchas veces perpetuo, recordando el más triste de los encierros. En uno de los costados de mi habitación, podía observar paradas de autobuses que cobran vida, el movimiento de personas sería también un motivo de añoranza, cada paso, cada marcha, cada carrera detrás del transporte, los taxis, autos varios, en fin, todo un clamor bien deseado que desde el sexto piso parecía inalcanzable. Eso sí, nunca perdí mi paciencia para reflexionar, para en esa quietud, indagar en mis pensamientos.
Pensaba que cada ser es diferente, buscaba en la tan increíble variedad de caracteres, formas, pelos, andares. Se me ocurrió analizar desde arriba, cual Dios de ébano, el comportamiento de un grupo de personas pequeño que se encontraba en su labor cotidiana y este fue el resultado. Aquella señora iba caminando por el parqueo del hospital con una olla en la cabeza. Se me ocurrió pensar que todos somos como esa señora, con un gran cazo lleno o vacío, y hacemos justo lo que ella haría después, ir donde otra persona y mostrarles nuestro contenido, lo que llevamos en nuestra olla. Luego, quizá como atracción por el olor del contenido, el adorno del caldero, vengan otras personas a asomar curiosidad. Podemos esconder nuestro contenido, regalar entonces lo que nuestra imaginación desplome sobre el momento o podemos con sinceridad apreciar a quien se quiere servir de nosotros. Las demás personas también serían capaces de determinar si quieren o no lo que hay en ese caldero.

En mi camino, ya absorto, continuaría en aquella dramática, pero bien llevada filosofía de una tarde de COVID. En estos tiempos descifrar a alguien con nasobuco puede ser una tarea bien complicada. ¿Cómo entender unas pestañas? ¿Como sacar un código de una mirada? ¿Acaso hay que estar enamorado?
Y también seguiría el paso de los días, y más pruebas, medicamentos y PCR, hasta que, por fin, al cabo del tiempo, venció la perseverancia, el conocimiento, el amor y el sistema médico cubano, y logré derrotar, con la ayuda de muchos, al peligroso virus. El retorno se vuelve alegría y se mezcla con la tristeza de los días ausentes, pero queda para la posteridad haber sobrevivido a algo que cobra cada día miles y miles de vida en el mundo. La COVID-19 sigue presente y ya le vi las dos caras, como médico y como paciente. Derrotarla es posible, pero es una batalla de todos. Sigámosla.
Estos días son meteorológicamente grises, como si tomasen conciencia de lo que nos aflige, Llegarán pronto los espléndidos días de primavera y Tal vez con ella, todos comencemos a desperezarnos de esta pesadilla. Vestir de colores vivos, salir al campo, comer fuera de casa y ponernos a dieta al mismo tiempo; volver a sonreír sin tapujos, caminar agarrados; compartir ya sean alegrías penurias o infortunios, pero compartir. Y, ¡quién sabe!, tomar conciencia de que solos no somos nada, nuestra defensa es nuestra unión y la perseverancia!!
la perseverancia como virtud y valor humano, mantenerse firme y constante en la prosecución de objetivos, para poder llegar al final y obtener los resultados previstos, que siempre nos llenan de satisfacción por alcanzarlos!!!
En este artículo hemos podido ver la opinión de médico que está en primera línea del Covid 19 desde los inicios de la pandemia curando a los diferentes pacientes infectados del Covid 19 .
La mala suerte que ha tenido es contagiarse y estar confinado en una habitación pero en este caso hemos podido ver cómo el mismo ha reflexionado de lo es ser paciente y médico.
La pandemia que hoy azota al mundo, llamada por el autor del artículo como «maldición más moderna para la especie humana», nos hace cambiar mucho las perspectivas con las que analizamos la vida. Si antes filosofábamos sobre nuestra existencia y propósitos en el plano terrenal, hoy la fugacidad de los mismos puede ser añadida a dicho análisis. La nueva atmósfera nos hace vivir con más premura y luego de palpar un testimonio de este tipo nuestra objetividad es este mundo se afinca con uñas y dientes. Es un excelente artículo y es una gran moraleja para aquellos que sin haber sido vacunados ya se creen inmunes. Cuidémonos y cuidemos a los nuestros. Felicidades doctor Alejandro Terry y gracias por compartir sus experiencias.
Excelente artículo. Son duros nuestros días debido a la Covid 19. Esperanza, fuerza y que pronto solo sea un recuerdo.
Triste, ejemplificador pero hermosa manera de escribir .De momentó parece màs un escritor que médico.
Slds