Alma tiene 77 años. Se crio en una familia cristiana y fue la mayor de seis hermanos. Con casi 3 años ya cuidaba de un hermano más pequeño. Y así con todos los que vinieron después. Ella misma se preparaba para atenderlos. Si algún miedo le acechaba, se sometía a pruebas para superarlo. El miedo a la oscuridad lo venció encerrándose sin luz durante horas en una habitación. Así, luego, podía velar por sus hermanos en la opacidad de la noche. Mientras tanto, ¿quién cuidaba de Alma?
Cuando cumplió los 17, nació su última hermana ¡Qué mal me sentó! ¡Otra vez a cuidar! Se salvó de hacerlo por ser la mayor. Se le “otorgó el privilegio” de empezar a trabajar. Nadie le preguntó si quería. Las monjas del colegio y sus padres lo decidieron. Le buscaron un puesto en una editorial y el dinero que ganaba lo entregaba en casa. Alma terminó el bachiller superior años después en el nocturno. No pudo ir a la universidad. El resto de sus hermanos sí.
Como muchas otras de su generación, la única opción para salir de casa era casarse. Conoció a Horacio. Cariñoso, detallista… paternalista. Alma, ya tenía quien la cuidara. Se casaron e hicieron lo que se debía de hacer: antes de la treintena tenían tres hijos.
Ella nunca dejó de trabajar, aunque en su época y sus progenitores no lo vieran bien. Siempre reclamó una tarde libre a la semana para ella. Se implicó en causas sindicales. Peleó por derechos como el del aborto, el del divorcio o, sencillamente, el que una mujer no necesitase un permiso conyugal para poder trabajar. Luchamos mucho… es que entonces no se podía elegir.
Es verdad que tenía un marido sensible y comprensivo, que la apoyaba y acompañaba pero los valores machistas de la época pesaban mucho: ella era la verdadera cuidadora de los tres hijos y de la casa; la que atendía a su marido, a sus padres y el trabajo. Cuando Alma llegó a los 35, no podía más. No sabía quién era, ni por qué había llegado donde estaba. Entonces hizo aquello con lo que muchas mujeres amenazaban: Cogí la puerta y me fui. Me llevé al niño pequeño. Los dos mayores se quedaron con Horacio.
En pleno enero se fue a la playa, para asombro de sus compañeras de oficina y estupor de su familia. Necesitaba una temporada para averiguar qué quería, qué necesitaba. Para cuidarse. Para hacerse cargo de su realidad. Su vida había sido una consecución de pasos marcados desde fuera. Y, aunque no podía desandar lo andado, sí podía, por primera vez, poner condiciones para seguir.
Alma volvió a casa con su familia. En aquel hogar, a partir de aquel día, las cosas cambiaron: las responsabilidades empezaron a ser compartidas, las tareas se dividieron. Esto permitió a Alma prepararse una oposición que le diera un trabajo más cerca de casa y con las tardes libres. Tiempo para seguir luchando por sus derechos, para crear sus espacios de expresión, para dar forma a su alma.
Nunca encontró la aceptación ni el cuidado ni el consuelo ni el aprecio de su padre y de su madre. Tampoco de sus hermanos. Siempre la rebelde, la desobediente, la que no hace lo que tiene que hacer. No entendían mis inquietudes. Ni por qué yo hacía algo diferente de lo habitual. En ocasiones llegaron a culpar a Horacio de mi comportamiento.
Una vez, en un intento de acercamiento y de hacerse entender, escribió una carta a sus padres mostrándose transparente. Describió sus necesidades y sentimientos. Les contaba que, aunque no se comportase como ellos esperaban, ella compartía sus valores más profundos de humanidad. La única respuesta fue por parte de su madre con un leve es bonito lo que escribes.
Alma les cuidó y acompañó hasta el último momento.
Hace poco más de un año, Horacio se fue, sin ruido, con poco tiempo de preaviso. Vivió su muerte con plenitud y consciencia. Aparentemente sin miedo. Aprovechó sus últimos días para colmar de amor y agradecimiento a todos los que quería. En especial a su compañera de vida.
Desde entonces Alma anda un poco rara. Yo nunca he estado sola. Desde que nací he tenido personas a mi alrededor a las que atender. Nunca tuve una habitación para mí. Y ahora, de pronto, tengo una casa entera y todo el día.
Confiesa que, si ella hubiera podido elegir, no habría tenido hijos. Aunque ahora se alegra mucho de su presencia. Habría sido actriz. Reflexiona en voz alta que le ha salvado ser curiosa e inquieta. Buscar me ayudó a entender. Si no, con todo lo que pasé de pequeña, no sé cómo habría acabado, pero mucho peor.
Alma cuenta su vida sin quejas, sin lástima, sin resignación. Todo lo contrario. Narra con energía contagiosa, haciéndose preguntas, asombrándose aún de lo que le ha tocado, o no, vivir. Más allá de pararse a mensurar y juzgar, parece que decidió afrontarlo todo sin vacilar. Una especie de aceptación reivindicativa. Valiente. Certera. Contundente.
Yo la escucho y reconozco muchos de sus sentimientos en mí. Pero entre el momento en que ella los vivió y el mío hay una clara diferencia. Hoy tengo más posibilidades de elegir. Alma se dibuja con líneas nítidas y con límites bien definidos. ¿Seré yo capaz de irme a la costa y dejar claras cuáles son mis elecciones?
Muy real, todas las mujeres de los 70 en adelante se identificarán con Alma. Siempre hay ecepciones.
Sigo con impaciencia,esperando el siguiente.
Besos.
Que maravilla de madre!!!
Me encanta y me siento muy orgulloso de ella.
Te quiero mamá.
Ahhhh! Y gracias Elena por el artículo.
Besos!!!!
Fantástico relato Elena, real sobre todo para muchísimas mujeres de la edad de Alma. Gracias por enviarlo. Besos.