Se llamó José Luis Rodríguez de Armas, pero desde muy joven perdió el nombre; todos le llamaban el Chino, por sus ojos oblicuos. El Chino aquí y el Chino allá, genio y figura, carismático y emprendedor, sin lugar a dudas uno de los curadores, críticos de arte y museógrafos de mayor talento y empuje en el escenario artístico compartido entre México y Cuba, y con mayor precisión entre Yucatán y Santa Clara.

Cada vez que en Cuba se barajan los nombres para el Premio Nacional de las Artes Plásticas, que se viene otorgando con periodicidad anual desde 1994, surge la interrogante: ¿corresponderá a una mujer?

En septiembre de 2017, una foto colgada en el muro que separa a Estados Unidos y México a la altura de Tecate, Baja California, le dio la vuelta al mundo. Las manos de un niño, de rostro vivaz y tierno, se posaban por encima de la valla como para facilitar la mirada con que escudriñaba lo que estaba del otro lado.

En el campo de las artes visuales, en el que me desempeño, se registraron sensibles pérdidas, pero me parece mucho más pertinente asociarlas a la idea de la permanencia, porque la huella de los artistas auténticos sigue abonando las experiencias de sus contemporáneos y de los que vendrán.