A mi padre
—¡Tierra! ¡Tieeeeerra para jaaardín!— gritaba Simón cada cinco minutos y Chema acompañaba el anuncio con un potente chiflido. Loco , el caballo, jalaba la sucia carreta galopando alegremente.
Era un día normal en la vida de Simón y Chema, despertaron a las 5:00 de la mañana, el sol se asomaba sin muchas pretensiones, apenas unos contados rayos interrumpidos por caprichosas e insistentes nubes. Subieron los bultos de tierra a la carreta, con mucho ímpetu y poca velocidad Chema los arrastraba hacia el pie de la carreta, Simón los colocaba contra su espalda, uno, dos o incluso tres bultos a la vez y de un rápido movimiento antecedido por una exhalación los subía a la plancha de la carreta, con las maderas crujiendo como palos secos.
Después de darle de desayunar a Loco, salieron con la expectativa de una buena venta. Cuando los días son nublados a las amas de casa les inspira plantar flores y consentir a su jardín. “La lluvia es nuestra aliada, no lo olvides” le decía Simón a su hijo mientras le movía la gorra antes roja ahora café.
El camino para partir de su casa era sinuoso y lleno de baches, Loco sorteaba con destreza las piedras y los hoyos en la vía, con la confianza de quien conoce de memoria la ruta. Las piedras crujían con el pasar de las pesadas ruedas de la carreta y el ruido de la madera doblándose se combinaba con las primeras melodías de los pájaros madrugadores. Había llovido toda la noche, Chema recordaba el consejo de su padre y auguraba entre bostezos un buen día.
Una vez llegaron a la ciudad, como es de preverse, el ambiente, el ruido y el tráfico empeoraron enormemente, las calles más lisas le daban una mejor estabilidad a las ruedas del vehículo no así a los cascos resbaladizos de Loco, que aplicaba más tensión a cada galopada para mantener el equilibrio.
Pasaron varias cuadras, pero aún era temprano cuando salió la primera cliente, Simón le bajó dos bultos de tierra y la mujer sacó de su monedero un par de billetes. Intercambiaron un par de consejos sobre la humedad ideal para un césped más verde y abundante y se despidieron.
—Vayan con cuidado, parece que se acerca y que sí va a entrar- advirtió la mujer.
—A Mérida no le toca, si acaso será la colita- contestó Simón y haciendo un sonido con los labios el caballo avanzó.
A Chema, de once años, le surgió la curiosidad por las últimas palabras de su padre.
—¿De qué hablaban pa?- preguntó
—Del Huracán, del huracán Gilberto , pero no llega, no creo- contestó, sin apartar la mirada del camino.
Iban a pasar por las vías del tren que van paralelas a la avenida principal y en anteriores ocasiones Loco había trastabillado; tensó las riendas, y con un fuerte sonido gutural mantuvo firme al caballo y cruzaron.
Las personas estaban en sus casas pero no salían. Se veían los autos en las cocheras de esos nuevos fraccionamientos, la mayoría con grava y piedra en donde, seguramente, tenían proyectado hacer próximamente un jardín. Por las calles pasaba la carreta haciendo el ruido de los cascos del caballo contra el pavimento, el grito de Simón y el chiflido de Chema. Pero nadie salía. Simón varió un poco la ruta para ver si encontraba a alguien a quien venderle pero fue en vano. -Papá mejor nos vamos- sugirió Chema nervioso.
—Sólo llegamos hasta el hospital, ahí damos la vuelta y regresamos- dijo
Simón reacio a terminar el día así, sin más ventas.
Loco tampoco quería seguir avanzando, cada vez era más difícil hacer que caminara. Parecía sospechar algo que no podía comunicar a sus amos con relinchos. La llovizna incrementó y el cielo se llenó de gigantes nubes grises vertiginosamente. “¡Ya vámonos pa!” le gritó Chema, sujetándose la gorra.
Simón no tuvo más remedio, le pegó a Loco con un fuete improvisado hecho con ramas y dieron vuelta en U para retornar. El sonido del viento no dejaba escuchar nada.
—¡Se va a voltear la carreta con tanto viento pa!- gritaba Chema.
—¡No seas tonto niño!- contestó su padre negando con la cabeza.
Simón sabía que si algo bueno tenía la baja venta era que la carreta aún tenía suficiente peso de los bultos de tierra para aguantar los ventarrones.
Mientras seguían de regreso Chema observaba a la poca gente que había en la calle correr asustada cubriéndose de la lluvia que caía intensamente y se estrellaba, pulverizandose como pequeños meteoritos, contra las superficies y contra las personas. Papeles y cartones se alzaban en el aire y los árboles se mecían violentamente.
Los pocos autos que quedaban por las calles transitaban temerariamente sin respetar señalamientos o carriles, más de una vez Simón tuvo que controlar a Loco por la imprudencia de los conductores y la falta de visibilidad ante la cortina de agua que impactaba en los parabrisas y en los ojos del caballo y de Simón.
—¡Pa! ¡Mejor vamos a resguardarnos un rato hasta que pase!- exclamó
Chema ya sin la gorra que se le había escapado en el viento.
—¡Esto no va a pasar! ¡Tenemos que llegar a la casa!- gritó Simón ahora sí preocupado.
Sólo pensaba en llegar con su mujer. Sabía muy bien que el techo de lámina no aguantarían los ventarrones que se acercaban. “Ojalá que se haya ido con su prima” pensó.
Estaba tan concentrado en su esposa que olvidó que pasarían nuevamente por las vías del tren; no bajó la velocidad y los cascos de Loco resbalaron con el metal de las vías, el equino se salió de control, perdió totalmente el equilibrio y cayó arrastrando consigo al conductor. La carreta se volteó y se desparramaron los bultos de tierra que ahora eran lodo por toda la calle. Chema también voló por los aires desplomándose venturosamente sobre uno de los bultos aún medio llenos amortiguando su caída.
Una patrulla de policía pasaba en ese momento; con las rodillas raspadas Simón pidió ayuda pero no se detuvieron. Corrió hacia Chema quien le dijo asustado y llorando que estaba bien. La patrulla aún podía verse a lo lejos cuando el primer auto derrapó con el lodo esparcido por la calle y se estrelló contra un poste, luego otro fue directo contra los aparadores de la mueblería de la esquina y un coche más solo frenó cuando le pasó por encima a Loco que seguía tumbado intentando respirar entre el agua, el lodo y su propia sangre.
Cargó a Chema y se metieron a la mueblería por el aparador destrozado, los conductores hicieron lo mismo. Simón esperaba sus reproches pero nadie dijo nada.
Empapados, se sentaron en un costoso sofá y observaron la escena: una carreta volcada, colisiones de fierros retorcidos, un caballo muerto.
Lodo, sangre y agua inundando sus miradas.
¡Felicidades!