Un niño, un maestro, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo
Malala Yousafsai
—Mi padre intentaba apartarme de los libros, en cuanto me veía con uno en la mano… me buscaba tareas, fueran o no necesarias-, escribió Tara al recordar a su progenitor, un fanático mormón supremacista blanco y afecto a las armas que creía en teorías de conspiración del gobierno, de los Iluminati o de los socialistas y probablemente como descubrió Tara años más tarde, afectado por un trastorno bipolar.
Los Westover vivían en una pequeña localidad cerca de las montañas de Idaho, la mayoría de los habitantes eran mormones, sin embargo ninguno tan estricto en la observancia de las reglas como la familia de Tara. Creían en la proximidad del fin del mundo, por lo que de tiempo en tiempo se dedicaban frenéticamente a preparar innumerables tarros de conservas, cavar pozos para esconder gasolina, agua o armas para sobrevivir y preparar una mochila para huir.
Desconfiaban de la educación oficial e impedían que la familia asistiera a hospitales por lo que nunca fueron vacunados. Siendo las labores que realizaban peligrosas ya que se dedicaban a la construcción y recolección de chatarra, sufrían frecuentes accidentes, cortes en diferentes partes del cuerpo, contusiones, quemaduras leves con el soplete o graves al incendiarse los tanques con residuos de gasolina. La madre, dócil y obediente a las indicaciones de su esposo, fue inducida a dedicarse a la herbolaria y a ayudar en el parto de otras mujeres, en un principio con mucho temor pero al cabo del tiempo con pericia, se volvió una reconocida comadrona de la región y curandera de la familia.
Los hijos recibían algunas clases en casa, su madre les enseñaba lo básico para que pudieran leer las escrituras y lo poco que ella recordaba de su también escasa educación. Tara creció sin convivir con niñas y niños de su edad, montando caballos, ayudando en la preparación de ungüentos y brebajes, en el techo de una construcción o en una montaña de chatarra lista para deshuesar. Al crecer quisieron obtener licencias de manejo y necesitaban estar registrados civilmente, lo que representó una oportunidad para que inscribieran también a la pequeña Tara de nueve años. No fue fácil obtener los documento de identidad, las autoridades no entendían no sólo que no contaran con ese registro, sino que los padres ni siguiera tenían la certeza de sus fechas de nacimiento.
Los hermanos mayores fueron fieles a las enseñanzas recibidas y se fueron ocupando en trabajos similares a los de su padre, pero había uno especial: Tyler. El era tartamudo, silencioso, se alejaba de los frecuentes pleitos entre los hermanos y le gustaba escuchar música y leer, Tara disfrutaba entrar a su cuarto y acurrucarse a sus pies. Un día, el temeroso Tyler se atrevió a decirle a su padre: M-m-me voy a la u-universidad, Tara sólo alcanzó a preguntar: ¿Qué es la universidad? —La universidad son más años de escuela para los tontos que no aprenden la primera vez —respondió su papá. La partida de su hermano preferido desconcertó a Tara. ¿Quería más a los estudios que a la familia? Comenzó a buscar los pocos libros que había en casa y consultarlos, pero poco comprendía de su contenido. Estaba adquiriendo como ella misma escribió, una aptitud fundamental: la paciencia para leer lo que aún no entendía.
Al llegar a la adolescencia empezó a vivir el maltrato de uno de sus hermanos que desde pequeño sufría ataques de furia. Si descubría que sus hermanas se arreglaban o vestían de forma según él indecente, las golpeaba, asfixiaba y muchas veces terminaban con la cabeza en el inodoro mientras les gritaba que eran unas rameras. Un día llegó de improviso Tyler y observó uno de esos ataques. ¿No has pensado en marcharte? —le preguntó. ¿Para dónde ir? —a la escuela, fue su respuesta.
Una universidad cercana aceptaba alumnos que habían estudiado en casa, previa aprobación de un examen. Tara recorrió 65 kilómetros para ir a la librería más próxima y adquirir una guía de estudios. Su primera sorpresa era lo relativo a matemáticas, donde no reconocía ni siguiera los símbolos, con escaza ayuda de su madre y Tyler, se pasaba las noches intentando descifrar los problemas de álgebra y trigonometría. Obtuvo la calificación promedio para ser aceptada y a los 17 años entró por primera vez a un salón de clases a pesar del disgusto paterno.
Desconocía casi todo de lo que hablaban en las aulas y en los primeros días se atrevió a alzar la mano y preguntar el significado de una palabra que no entendía: —Holocausto—, se hizo un silencio total y el profesor cambió de tema, una compañera se le acercó y en tono de regaño le dijo: —“No deberías reírte de eso, No es un chiste”. Después de esa experiencia Tara no volvió a preguntar, escribía sus dudas en una libreta y le dedicaba horas a su investigación y lectura.
Su paso por la Universidad fue muy difícil, sus primeras notas fueron deficientes, sus compañeros la rechazaban por su forma de vestir, su extraño comportamiento y sus evasivas respuestas sobre dónde había estudiado la secundaria. Había juntado algo de dinero producto del trabajo con su padre y extras que realizaba, pero pronto éste se agotó, y tuvo que buscar en que emplearse. Dormía poco, se acostaba tarde y levantaba temprano siempre con un libro en su regazo y su salud empezó a desmejorar, sus frecuentes dolores de estomago por úlceras y de muelas le impedían avanzar, sobre todo por la negativa a tomar medicinas, las cuales le seguían pareciendo peligrosas. Se cuestionaba frecuentemente si debía continuar.
Llegó a oídos del obispo de la comunidad mormona del área de la universidad la difícil situación que atravesaba y con mucha insistencia logró que aceptara una ayuda económica de la iglesia y no abandonara los estudios, asimismo la convenció de pedir ayuda al gobierno. Tara llenó los documentos sin mucha esperanza, pero al cabo de unas semanas recibió un cheque que resolvía sus problemas. La adquisición de libros de texto y las clases comenzaron a tener más sentido al sentirse liberada de la preocupación económica. Aun cuando su intención inicial era estudiar música y llegar a dirigir el coro de su iglesia, sin saber la razón, no se matriculaba en ninguna materia afín y elegía geografía, historia, psicología o política.
Un maestro la animó a presentar un examen para hacer una estancia en el Trinity College de Cambridge. Tara fue rechazada, pero su mentor escribió una carta para que fuera aceptada. Todo fue sorpresa y fascinación al conocer las instalaciones de la monumental escuela inglesa. Le asignaron un tutor quien se interesó por sus proyectos y su forma de interpretar la historia, después de muchas sesiones de estudio presentó su trabajo y su prestigioso tutor la citó en su oficina: —llevo treinta años dando clases en Cambridge, le dijo —y este es uno de los mejores trabajos que he leído.
Al regresar a América, presentó un examen para una beca Gate, la cual obtuvo y le dio la oportunidad de regresar a Cambridge para un posgrado, sin embargo a pesar de los triunfos escolares, Tara cada día se sentía más sola y con conflictos internos, se despertaba en las noche gritando o se pasaba el día en su habitación viendo la televisión sin pausas. Una parte de ella se sentía culpable de abandonar a su familia y sus creencias.
Todo se precipitó en unas vacaciones cuando visitó a sus padres, Tara se animó a contarles y cuestionarles sobre el acoso y violencia que había vivido con su hermano y los correos que recibía de él amenazándola de muerte, no la creyeron y aun peor la acusaron de histérica y rabiosa. Poco tiempo después sus hermanos mayores, entre ellos su hermana que también había sufrido abusos, la rechazaron y pidieron que no volviera al hogar.
Después de terminar el posgrado la aceptaron como profesora investigadora en Harvard. A Tara le extrañó que la quisieran visitar sus padres, quienes nunca habían viajado; y en la última noche de su estancia en Boston, su padre, después de decirle que Lucifer la había poseído, le confesó sus intenciones. Quería ofrecerle una bendición sacerdotal, una especie de exorcismo en la religión mormona, y a continuación, sacó un frasco con santos óleos; sin embargo, ella sólo alcanzó a decirle: “te quiero, pero no puedo, lo siento”.
Tara había cambiado, había sufrido una transformación o metamorfosis llamada educación.
Referencia: Westover, T. Una educación, Edit. Lumen, 1918.
Excelente historia de éxito!