Lola y yo nos dimos vuelta para iniciar la partida. No podíamos explicarnos cómo era posible la existencia de esos canales de agua en medio de edificios viejos, en un lugar donde deberían estar los rieles de un tren o el paso de un subterráneo. El agua que cubría nuestros tobillos, poco a poco, fue bajando hasta descubrir las plantas de nuestros pies desnudos.
Una estampida de tacones y cabelleras teñidas asomó precipitadamente de una esquina. Venía hacia nosotras. Los ojos nos gritaban al vernos. Lola y yo nos detuvimos. Nuestros pies aún mojados. Las mujeres corrían despavoridas. Detrás de ellas, pronto vimos aparecer entre el polvo una camioneta con grandes faros en el techo y tumbaburros al frente, cadenas y otros artefactos que no reconocí. Se detuvo. De ella bajaron hombres de piernas gruesas y velludas con sombreros de caza, binoculares y grandes rifles. Venían tras ellas.
Se escuchaban gritos oscuros de labios pintados.
Uno de los hombres alcanzó a una, yo me fijé en ella, casi niña con el cabello en bucles que se enredaron en la mano del cazador. La niña gritó, pataleó. Clavó sus uñas varias veces en el hombre tratando de escapar, pero otro cazador apuntó su cañón al cuello. La pequeña se desplomó contra la tierra.
Había que salir de ahí. Lola me tomó de la mano y comenzamos a caminar siguiendo con la mirada nerviosa nuestros pies descalzos. Pero, nuestra mirada nos traicionó, en algún momento la levantamos y dimos con un tipo que todavía estaba en la camioneta. Sus ojos nos indicaron que debíamos correr. Corrimos. Corrimos con todas nuestras fuerzas. Lola corría delante mío, podía ver sus pies enlodados y sus nalgas descubiertas por el bikini que escogimos juntas para este viaje.
El cazador corría detrás de nosotras sin decir palabra.
Seguimos corriendo, tratamos de escondernos dando vueltas aquí y allá, pero el hombre, siempre al acecho, si había que esperar, esperaba; si había que correr, corría. El viento parecía estar a su favor. Lola y yo por momentos nos mirábamos en silencio. Nos tomábamos de la mano, pero el movimiento de nuestros cuerpos nos impedía seguir juntas. El cansancio se apoderó de mí, creo que también de Lola. Ella bajó su carrera.
No me di cuenta en que momento la dejé. Yo seguí corriendo sola, me metí en la primera puerta abierta. Era un baño público. Sin pensarlo, entré a uno de los cubículos y me subí en el asiento. Me aferré a mis piernas con alguna esperanza.
Entre la rendija de la puerta de madera, por momentos, miraba el mural que cubría la pared de enfrente. Alcanzaba a ver una mano que parecía de ángel, con la palma hacia arriba, y el rastro de un cuerpo que cubrían algunos colores gastados por el tiempo.
Escuché unos pasos. Una respiración agitada. Sin moverme, por entre la rendija, pude ver parte de un cabello negro revuelto sobre una espalda desnuda, se movía de un lado a otro, unas nalgas descubiertas, parecía Lola. Era Lola.
Un disparo.
Su cuerpo se impactó contra el mural. El proyectil reventó sus pulmones. Su cabello se tiñó de sangre. Vi la mano de Lola abrirse sobre aquella mano pintada en la pared, tomar impulso y darse la vuelta. Su rostro quedó justo en dirección a mí. Pude ver su sonrisa, mientras su cuerpo caía resbalando su espalda contra la pared. Por unos segundos, Lola sostuvo su mirada y la palma de su mano derecha hacia el cielo.
Yo no podía hablar ni moverme. Me aferré con mis brazos a mis piernas sin esperanza y clavé mi rostro entre ellas.
Cuando el silencio inundó aquel baño público, levanté mi rostro, solté mis piernas gruesas y velludas. Bajé de aquel asiento, abrí la puerta del cubículo de baño y vi el cuerpo de una mujer tirado en el piso, aún con sus ojos abiertos. Parecía que me miraba. Caminé, pasé sobre ella con mis botas, arreglé mi sombrero, tomé mi rifle, corté cartucho y salí de aquel lugar.
Cuento publicado en el libro Vestido Rojo y sin tacones, Ayuntamiento de Mérida, 2008.
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