Desde hace más de diez años, cada 3 de enero es un encuentro entre la vida y la muerte, una paradoja que se cumple en la coincidencia entre la celebración de un año mas mi vida y la muerte de Felipe Carrillo Puerto, quizá esto no tuviera mayor relevancia a no ser porque durante los últimos trece años, el primer lugar que he visitado al amanecer de este día ha sido el Cementerio General de la ciudad de Mérida para asistir a la ceremonia luctuosa en memoria del primer gobernador socialista de América Latina, quien fuera traicionado y fusilado junto a sus hermanos en 1924.
Descubrir de forma fortuita la figura de Carrillo Puerto por azares de destino, es una de las cosas que más agradezco y que me llevó a entender que las nuevas generaciones estamos ávidas de conocer nuestra historia. Durante los diez años siguientes en que coordiné la Semana Cultural Felipe Carrillo Puerto —que se instaura por el decreto No. 136 del Ejecutivo del Estado de Yucatán, propuesto por el Colegio del Profesores de Educación Básica, A. C. y publicado en 2007 en el Diario Oficial de la Federación—, mesas paneles, conferencias, concursos de oratoria, publicaciones, setentas y actividades sirvieron para hablar de su obra, generar interés entre los jóvenes, nuevas perspectivas y aprendizajes, pero no ha sido suficiente. Hoy, todavía, muchos conocen la leyenda pero no la historia, aún menos, los hechos que desmitifican al héroe y permiten ver al hombre de carne y hueso, lo cual desvirtúa su legado.
Es gracias a investigadores como Gaspar Gómez Chacón, Jorge Mantilla, Emiliano Canto Mayen, Carlos Gómez, Raúl Vela Sosa, Dulce María Sauri, José Luis Sierra Villareal, sin dejar de mencionar al Dr. Manuel Sarkisyanz, entre otros, que actualmente sigue surgiendo conocimiento nuevo sobre Felipe Carrillo Puerto, sus aportaciones y lo que fue ocurriendo a los alrededores con las fuerzas de resistencia después de su muerte.
Puedo decir, no como historiadora, sino como promotora de la obra carrillista, que las ideas del prócer están más vigentes que nunca, es una obra viva, porque pudimos escucharlas en voz de jóvenes, tanto en español y en maya; porque siguen surgiendo interrogantes; porque es un tema que apenas se empieza a estudiar a fondo; porque existe la asociación Carrillo Puerto Yucatán, que desde la sociedad civil, seguirá motivando la difusión de su memoria entre las nuevas generaciones.
Es por eso, que hoy, a manera de homenaje, y a falta de haber ido al Cementerio General por la pandemia del SARS- Cov-2, les comparto este texto del Dr. Emiliano Canto Mayén, donde nos habla del testimonio de un niño —su abuelo—, testigo del 3 de enero de 1924 en que precisamente corrió la noticia de la muerte de don Felipe Carrillo Puerto, publicado en libro colectivo “Felipe Carrillo Puerto en la Memoria” (SEGEY, 2014), una lectura obligada para quienes gustan de la historia.
Debía verlo en persona o jamás lo habría hecho
Emiliano Canto Mallén
Mi abuelo materno, don Humberto del Jesús Mayén Palmero, nació en Mérida al correr de los primeros años del siglo XX y se le bautizó con solemne pompa en el Sagrario de la Catedral de Mérida, siendo sus padrinos su tía, la maestra graduada del Instituto Literario de Niñas, María Teresa Palmero Alcocer y un comerciante español apellidado Realpozo.
La privilegiada memoria de este anciano entrañable le permitía hablar hasta el día de hoy acerca del tranvía —que casi un día lo atropella—, de los discos de Enrico Caruso que adoraba y que vendía un pariente suyo en Santa Lucía, de una lluvia de estrellas que se verificó en septiembre de 1915 y de un sinfín de detalles y anécdotas que llenarían páginas y páginas.
Con respecto a la vida del gobernador socialista, Felipe Carrillo Puerto, mi ancestro recuerda varias habladurías que corrían por aquel entonces; sobre todo, me ha contado del carisma que gozaba este personaje de ojos claros y presencia imponente, de su afecto por las damas, pero he decidido callar estos aspectos, para transmitir a la posteridad únicamente las impresiones que, en carne propia, recuerda don Humberto Mayén Palmero.
En diciembre de 1923, cuando el régimen socialista de Carrillo Puerto naufragó, a causa de la revolución delahuertista, huyó el gobernador constitucional. A partir de esta coyuntura, recuerda mi abuelo que la ciudad de Mérida cayó en un estupor y, pese a que la tomaron fuerzas militares enemigas del gobierno socialista, la tensa calma denunciaba que esta situación anómala no duraría mucho.
Se suspendieron las clases y se preguntaban todos hacia qué dirección se había escapado el gobernador, y los chismes confusos suscitaban discusiones álgidas. Unos decían que Felipe se dirigía a Cuba, buscando salir a través del litoral del noreste peninsular, otros afirmaban que se iría a Belice y luego a Centroamérica. Sabemos, en la actualidad, que los primeros tenían la razón, ya que después de una persecución se apresó al célebre motuleño y a los suyos cuando intentaban embarcarse con dirección a la Gran Antilla, léase La Habana.
Se les trajo como prisioneros peligrosísimos a Mérida, se les encerró en la Penitenciaría Benito Juárez García y la población quedó completamente sorprendida con la celeridad con que se improvisó un juicio sumario a Carrillo Puerto y a aquellos fieles que se habían mantenido a su lado, cuando todo parecía desmoronarse a su alrededor.
Acompañaban a Felipe tres de sus hermanos y se dijo que a inicios de su huída desde Mérida, la madre del gobernador, llamada Adelaida Puerto —conocida por todos como Adela— había encomendado a sus vástagos no separarse de su hermano, la máxima autoridad socialista de Yucatán. Se cumplió trágicamente el vaticinio de la Puerto… el 3 de enero de 1924, se fusiló en el Cementerio General de Mérida a cuatro de los hermanos Carrillo Puerto, junto con otros desventurados.
A decir de mi abuelo, los niños de hace noventa años se divertían de maneras muy distintas a las de la infancia contemporánea; eran sus juegos rústicos, prácticamente campiranos y la política les importaba bien poco. Pero mi abuelo, niño pequeño, se enteró de la muerte del gobernador y atestiguó cómo muchos se lanzaron a pie, en tranvía y en carreta, con dirección al cementerio, a despedir al gobernador y contemplar su cadáver, el cual se exponía en un cuarto de este antiguo panteón.
El niño Humberto marchó con su madre y sus hermanos mayores, no podían perderse la ocasión de ver al ex gobernador, puesto que según su testimonio, mi anciano abuelo no recuerda haber visto con vida al que los escritores llamarían luego el Apóstol del Proletariado. En el camino prolongado, desde el barrio de San Cristóbal hasta el Cementerio General, escuchó mi abuelo los primeros acordes de la leyenda: algunos conjeturaban acerca de las últimas palabras de Felipe, otros no creían que los militares se hubieran atrevido a fusilar al líder, acusaban a otros del asesinato a cierto periódico de los hacendados; sin saberlo, el pequeño retenía en su memoria todos los argumentos que numerosos libros se encargarían de ampliar y adobar más adelante, con el tiempo.
Al llegar al cementerio, el desarrollo físico de mi abuelo, léase su estatura, le impidió ver en un principio al gobernador o, mejor escrito, a su cadáver. Tal era el gentío que se agolpaba que parecía que nunca llegaría al frente, se empujaban los desesperados, hubo codazos y pisotones. Pocos se atrevieron a verter sus lágrimas, pues se temía parecer sospechoso ante los militares que supuestamente, guarnecían el orden.
Cuando el contingente de niños que, gota a gota, se hizo un contingente considerable, la chiquillería pidió a gritos ver los cuerpos, se negaron unos…
—¡No, no dejen que los niños lo vean! — Aconsejaron unos.
—Sí, sí, sí— hicieron su berrinche los pequeños que se trepaban a tumbas y albarradas cercanas.
—¡Qué los vean! Pero sólo un minuto —ordenó alguien.
Se abrió entonces la multitud como una cortina teatral, y un grupo de chamacos se aproximó con pasos tímidos al frente.
Vio entonces mi abuelo al mártir, al gobernador traicionado y a un revolucionario que se acababa de convertir en héroe. Despeinado, sucio, con una barba de un par de semanas y con el rostro desfigurado, era el rigor descompuesto de la muerte. Fue la primera vez que don Humberto del Jesús Mayén Palmero, observó un cadáver humano.
Fuente de la información: Tradición familiar, pláticas con mi abuelo Humberto del Jesús Mayén Palmero.
En un paredón de Mérida mordió el frío el corazón del ave.

Después por los bordes amargos del silencio, la altivez se adelgazó ahogándose en la estatura de los monumentos.

Estela y cementerio, la intención del hombre se borró, piedra a piedra, sobre el polvo…
Rubén Reyes
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Emiliano Canto Mallén. Nacido en Mérida, Yucatán, en 1983. Licenciado en Ciencias Antropológicas por la Universidad Autónoma de Yucatán, Maestro en Estudios Regionales por el Instituto José María Luis Mora de la ciudad de México y Doctor por el Colegio de México. Ha colaborado en la sección cultural del periódico Por Esto. Y miembro de la Red Literaria de Yucatán, ha publicado poemas y ensayos en las revistas culturales Solaluna, Soma y Eureka, entre otras. Ha publicado dos libros, Una historia a pie: Mérida y sus rumbos (Segey, 2011) y Delfina (Sedeculta, 2012), en el género de narrativa.
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