Cuento Los Quinces de Natalí de Mario Galván

Natalí era afecta a las costumbres pomposas por su desmedido gusto hacia las princesas de Disney. Durante seis meses, sus chambelanes ensayaron arduamente (aún contra su propia voluntad) bajo las órdenes de mi cuñada Pilar, la mamá de Natalí, quien con voz púgil produjo esos ensayos para garantizar un espectáculo idílico en la fiesta.

La alineación de chambelanes estaba conformada por mis dos hijos varones, ambos atletas de alto rendimiento, el holgazán de su primo y un galán no correspondido de Natalí, peinado con un nutrido mohicano que desentonaba con el traje amplio azul pavo, la camisa melón y la corbata de rayas grises.

Por capricho personal, la misma Natalí había escogido los colores para la decoración del «Pop», un conocido antro para chavos que había pasado de las mesas periqueras moradas y los sillones lounge negros al rosado chillón de los manteles y la iluminación ambiental naranja.

El día de la fiesta se colocó en la entrada un cuadro con marco dorado francés de estilo rococó que lucía un grandioso retrato de la quinceañera, con su sonrisa desbordante y bien entrenada para posar ante la cámara. 

Por atender los detalles decorativos, mi hermano y mi cuñada descuidaron la lista de invitados. Pilar ignoraba las malas amistades de su hija, quien a pesar de vivir en Pensiones, un fraccionamiento de clase media, tenía una particular admiración hacia los pandilleros jóvenes de algunas zonas marginadas de la ciudad que en aquel entonces comenzaban a frecuentar y aterrorizar las fiestas de los chavos «bien».

Yo conocía de qué pie cojeaba mi ahijada. Natalí tuvo romances fugaces con varios de estos peleles y muchas veces encontró en mí un consuelo menos severo que el de su padre. En la época de los mensajes multimedia, la observé en sus horas de ocio enviándoles audios, videos y fotografías, por lo que con lo guapa y menudita que es, no dudo que haya roto algunos corazones.

Por la cadena del antro pasó toda una fauna de chavos que presumían al cadenero su brazalete intransmisible con escarcha dorada, en una actitud muy VIP. Yo ya había terminado de encargar mi botella a los meseros, pero con solo ver la actitud de la chaviza, me propuse ser más atento con la administración del licor en la fiesta.

Ya no era la bohemia de mi época, pero reconozco que al interior del antro convertido en salón de recepciones, el ambiente estaba a todo dar. Desde su tornamesa, el DJ reproducía los éxitos del momento y los invitados estaban muy bien atendidos con esas espléndidas botanas de paté, queso Filadelfia con zarzamora y crema de ajo.

Yo soy de los que no se pueden quedar sentados bebiendo. Cuando terminé mi segundo jaibol de Chivas Reagal con el licenciado Pedro decidí merodear a mis muchachos. A la distancia de la pista de baile, Natalí respiraba hondamente, ansiosa por el baile moderno que estaba a punto de ejecutar. Sus chambelanes la consolaban tibiamente, por lo que me acerqué a darle unas palabras de aliento. 

—¿Cómo estás mi amor? —le dije a sus espaldas y brincó de susto. 

—¡Tío! —me dijo, atinando unos golpecitos en mi frac.

Natalí era pequeñita, con ojos grandes y de tez morena clara. No era meramente fea, pero su voz chillona pronunciaba su aspecto infantil. 

Era mi adoración.

En medio de la reverberación del woofer del sistema de sonido, se escuchó una bulla. Una muchacha corrió a decirle a mi cuñada lo que vio en la entrada. El cuadro de la quinceañera apareció con dos bigotes finamente dibujados.

De inmediato abrí una investigación entre los cadeneros que custodiaban la entrada. 

―No vimos nada, señor ―dijo uno de ellos, un regordete calvo con barba de chivo y cara de pollobobo.  

Por más que ensalivé mi servilleta no pude retirar los bigotes del lienzo. Tuvimos que retirar el cuadro de la escena. Mientras tanto, mi hermano Carlos, el papá de Natalí, activó la alerta entre las tías chismosas, quienes pararon el ojo y la oreja durante toda la recepción.

Este primer atentado fue una declaración de guerra. Por sugerencia de la maestra Carlota, mi cuñada dictó la orden de cerrar la cadena para impedir el paso de ningún invitado más. El cuadro estaba arruinado, pero todavía quedaba fiesta por delante, por lo que arengó a todos a regresar al interior del antro.

Invadida por los nervios, Natalí puso en práctica los ejercicios de respiración que había aprendido en la academia de baile polinesio. Se miraba al espejo y prometía no desmoronarse. Su papá le daba la protección y garantía de que sería el mejor día de su vida, considerando que le había costado casi dos años de trabajo pagarse esa fiesta. 

No obstante, el crimen incurrió de nuevo. Los gritos de la tía Ramona en el segundo piso del salón anunciaron otro atentado. Todos corrimos a ver lo acontecido y nos encontramos con la desgracia del pastel de quinceaños. Unas manos pequeñas hundieron toda su humanidad furiosa en el pastel de tres leches, cuya cubierta de fondant quedó desfigurada como un rostro sin forma y sin gracia, digno de portada de nota roja. 

Hasta entonces se entró en una segunda fase de alerta y toda la seguridad se movilizó: tías, primos y concuños activaron una cadena de mensajes de texto para acechar a los sospechosos comunes que eran los pandilleros. Mientras, los chambelanes furiosos hacían despliegues vulgares de poder que solo arrugaban sus sacos de corte italiano.

El ambiente estaba tenso pues había que capturar al terrorista sin comprometer el protocolo de la fiesta. Con más insistencia motivamos a Natalí. Todavía quedaba un momento para figurar con ese emblemático momento que es el vals. 

Sin más motivo, mi cuñada Pilar ordenó al DJ que activara la luz y sonido. Las luces se tornaron de un azul ensueño y Natalí saltó a la pista con sus chambelanes para danzar el “Tiempo de vals” de Chayanne. Durante la obertura, los danzantes evocaron los años más gloriosos de la música barroca en los salones de baile de las cortes aristócratas. Esa fantasía rimbombante añorada por el público adoptó solidez entre la cadencia de los pasos y el ritmo de la música. Para rematar la pieza, los chambelanes levantaron en hombros a Natalí y con eso coronaron los seis meses de ensayos en el garage de casa de doña Pilar.

La gente aplaudió al unísono y Natalí experimentó una triste satisfacción. Al bajar de los hombros de sus chambelanes, mi ahijada corrió con júbilo a preparar su siguiente acto. Los tres años en la academia de danza polinesia la habían preparado para este momento. Natalí entró apurada al baño de damas para recoger la falda de tahitiano que había colgado en el último de los cubículos. Agria sorpresa se llevó al abrir la puerta y encontrar la rafia de la falda hecha un tapón para retrete con una fuga de agua. 

Su determinación se extinguió hasta quedar hecha un vacío sin aplomo. Desde el marco de la puerta miré a mi sobrina en el suelo, totalmente descompuesta por el llanto. Esto ya era el colmo. ¿Quién podría ser tan ijueputa? En medio de este clima, yo había pecado de borracho y sibarita y nunca pude estar al margen del responsable. 

Natalí estuvo a punto del desmayo. Unas compañeras le socorrieron. Para entonces el rumor ya se había esparcido por toda la fiesta, por lo que comenzábamos a ser el hazmerreír. 

Se me ocurrió lo único que sé hacer: apliqué mis conocimientos etílicos sobre un pañuelo que di a respirar a mi sobrina, e inmediatamente recobró la conciencia. Me abrazó y la ayudé a levantarse. Como un boxeador tumbado en la lona, pero que se resiste al nocaut, Natalí irguió su delgada figura y pidió la pista de baile. Aún sin falda, bailó con furia. Le bastó un par de “cajas” para limpiar el ambiente con sus azotes de cadera. La percusión frenética de la música acentuó el vaivén de su danza del vientre. Sus pies descalzos prendieron fuego a la pista.

La canción terminó abruptamente y el público quedó atónito. No hubo aplausos, no hubo suspiros. Solo los bufidos liminales de mi ahijada. Natalí se había convertido en una mujer después de un ritual de transición muy duro. Todavía recuerdo como si fuera ayer su primera menstruación. 

Mario Galván
Mario Galván Reyes (Mérida, Yucatán, 1991) es dramaturgo, guionista, realizador escénico y docente universitario. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Autónoma de Yucatán con especialidad en Cine y Sociología. Diplomatura en Antropología del Arte por el CIESAS – Latir. Beneficiario del PECDA Yucatán 2015 en la modalidad de Guionismo cinematográfico. Dramaturgo de Polilla el errabundo, La Vida en Amasiato y Cuarto de Servicio, textos dramáticos realizados con la compañía Gorgojo Teatro. Desde 2012 es miembro activo de Murmurante Teatro como actor, dramaturgo y documentalista en las piezas escénicas Sidra Pino: vestigios de una Serie, ¿Qué ves cuando me ves?, Un Paseo Santiaguero e Hipervínculos: cuatro respiraderos para tiempos anómalos. Su obra cinematográfica abarca un largometraje documental (El Predestinado), un largometraje de ficción en postproducción (Sin Ton Ni Son) y once cortometrajes de ficción que han sido exhibidos en varias muestras y festivales nacionales e internacionales (El último suspiro, Sinfonía Adolescente, 11 definitivo, Hasta los dioses obedecen, Ánima Sola, Diente de Leche, Ojalá, Helio, La Cola del Huicho, Bola Negra y Kotz Kaal Pato, recuperación de la memoria histórica de Citilcum).