La comunicación incomunicada.
La incomunicación intentando comunicarse.
Pensé en otras épocas que alcancé a vivir. Cuando despedía en el aeropuerto a familiares de las que prácticamente no volví a saber. Las migraciones. Las despedidas. Las lágrimas de aeropuerto. La decisión de cerrar la puerta y cruzar la frontera. Los papeles, los permisos, el hueco en el estómago al saber que tienes una visa de turista cuando a lo que vas es a trabajar. La ilusión de estudiar fuera. La energía viva de quien se adentra a lo desconocido porque quiere. La sensación de pérdida cuando su salida es éxodo. Tantas formas de migrar.
Recuerdo la necesidad de una carta para comunicar la soledad porque una llamada era demasiado costosa. Imposible. Impensable. Esa era la migración de mi familia en los años 90.
La mía, la de los años 2000. Ya conocía la marca Nokia. Compraba una tarjeta y me daban minutos para llamar. Yo podía hablar. Ya conocía el programa Messenger. Aunque con sus limitaciones, podía ver cómo mis papás seguían viviendo en la misma casa, con la misma luz que reflejaba mi vieja habitación por la ventana. Yo podía mirar.
De la carta, al Whatssap. El ahora. La comunicación incomunicada. La que se fragmenta en tiempo y lugar tomando la obligada elección de no hablar. La inmediatez que se contrapone a la realidad con la aplicación que te ayuda a decir “aquí estoy» aunque no esté.
La libre elección. Dejar atrás silencios y respiraciones compartidas en tiempo exacto.
El destiempo.
Dejar en visto.
El “Te escucho más tarde que ahora no puedo”.
El “no te respondí porque…”
El emoticono.
La foto del paisaje. “Estás aquí” Aunque no estés.
Grabar mensajes de audio eternos antes de pensar en hacer una llamada y comunicar en tiempo real, en construir el mensaje juntas, el pasar de informarnos a comunicarnos. Sin el doble check.
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