Esta mañana la casa estaba llena de magia y el salón, que parecía una enorme pecera, dejaba entrar, a través de los huecos de los balcones medio encajados, polvo de Tang de naranja que quedaba suspendido en el aire. Renata lo atravesó descalza hasta llegar al vestidor.
En el espejo, nada era como se veía antes de mirarse, así que no se mantuvo frente a él más de tres segundos e, inmediatamente, se giró a por un biquini sin estrenar, que ya llevaba demasiado tiempo en el cajón, muerto de risa.
Esta mañana, Renata despertó sintiéndose menos pesada. Tal vez sólo en su percepción, de simplemente desearlo. Tal vez de verdad, por los procesos del cuerpo, la alimentación, o una tregua del estrés. Tal vez por la Luna.
Había estado estreñida hasta los brazos y acababa de superar un mayo decepcionado y sedentario. Además, ya hacía más de un par de años que un desajuste de orden mundial la había llevado a una pérdida en su forma física que, si bien nunca había sido digna de posar junto a una torre de vigilancia de Honolulu, era lo que más extrañaba últimamente.
Con todo, estos largos meses tan rápidos, que se habían presentado como reto, en un punto, se le antojaron, de repente, proyecto. Se dijo que, más allá de las fuerzas contextuales y de lo establecido, la vida trataba de poder ser lo que ella quisiera cada vez, y ahora, sin esperarlo, algo empezaba a crecer y a hacerse fuerte dentro de ella. Algo que debería superar, a cualquier nivel, todos los complejos.
Hacía ya unos dos meses este año que el fin del mundo sonreía con su calor azuzante. En ningún momento había sido primavera. Ni podía permitirse privarse del verano por más tiempo, ni hacer el absurdo más absurdo. Así que se limitó a invertir lo mínimo en observar en qué lugar hacían mejor su función de disimular, los nudos de las braguitas de colores. Intentaba, en vano, salvarse bajo el referente de las caderas de la Peluso cuando las colocaba más hacia arriba y, al bajarlas, lo único que conseguía era cambiar de lugar sus mollitas de no-estrella-del-rock. En cuanto a la barriga, algún día debería asumir que era parte de ella.
Renata soltó su toalla y su bolso junto a una enorme roca e hizo lo que una tiene que hacer cuando llega a la playa en un día de pleno verano: quitarse la camisa e irse al agua.
De repente, tenía la barriga más hinchada. Comenzó a sentir que la tensión aumentaba, como si no parara de crecer en ese mismo momento. Se preguntó cómo podía haber pasado, si esta mañana se sentía tan ligera. Si había desayunado más fruta que trigo, si el café que había tomado llevaba sólo agua y debía, en todo caso, haber causado el efecto contrario, el de acelerar el metabolismo. Si había venido caminando hasta la playa.
En una ciudad tan pequeñita no se puede esperar pasar desapercibida, de la misma manera que en una familia grande no se puede esperar no ser juzgada. Pero ya estaba allí. Había sido su decisión y ahora tenía que seguir adelante.
Renata intentaba olvidarse de su cuerpo, cuando vio llegar una silueta conocida que pronunciaba su nombre y reducía la marcha a su lado. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal? Preguntó Renata para, seguidamente, no escuchar nada de todo lo que él le dijo.
Esa sonrisa marrón y ese cuerpo atlético la avergonzaban. Él la vio distante, cuando le preguntó de vuelta. Y entonces pasó así, sin más, rapidísimo, inexplicablemente.
Lo notó pasar la mirada por su cintura, pensó que la retahíla de siempre ya no iba a colar y se lo dijo al no negárselo, se lo dijo con el gesto. El bien de ella como respuesta había sido tan lánguido y tan degradando hacia el silencio, había bajado tan de golpe la mirada y tenía la mano tan sobre el estómago, que él interpretó, y abrió los ojos como platos llanos, y la boca como un plato hondo.
Renata nunca entenderá cómo fue capaz de limitarse a sonreír. E incluso, después de recibir la enhorabuena, continuar sin más su camino hacia el agua.
El mar estaba calmo, como una crema catalana, con todo el sol derramado por lo alto y, bajo el azúcar flameada, lo suficientemente fresquito para limpiar el calor de la piel.
Al salir del agua sintió su barriga con la misma intensidad que sintió sus brazos, sus orejas, sus párpados o sus dedos de los pies moldeando la arena mojada. La conciencia de su cuerpo ahora era completa, homogénea y justa.
Soltó la parte de arriba del biquini sobre la roca y se tumbó junto a ella a secarse mientras que, empujado por el viento de levante, el chisme escalaba con la espuma por las rocas y atravesaba las calles del centro volando, se enredaba en los tendales de las azoteas y se colaba por las ventanas de las casas.
¿Qué iba a hacer ahora? Ya no podía retractarse con la verdad. No le quedaría otra que continuar confirmando la misma historia a todo el mundo. Renata se preocupaba por las consecuencias de aquel accidente, pero también temía que ese comportamiento tan extraño que acababa de tener pudiera ser síntoma de algún problema psicológico más grave.
Sin embargo, sabía la pesadilla que suponía toda una vida obsesionada con un vientre plano y, por tanto, no pudo evitar ilusionarse con esta nueva sensación de alivio. Un alivio tan fuerte y tan puro que la obligaba a sonreír.
Estaba guapa, Renata, en la playa. Su barriga era suya, como sus tetas, sus piernas fuertes y su melena ondulada. Pensaba que era sólo un fragmento de arena, bonita y sin importancia.
El fuego del cielo le caía sobre la frente, el pecho y las clavículas en forma de gotas veloces, doblemente saladas. ¿Qué diría dentro de nueve meses? O, más bien, de unos seis o siete. Para dar la noticia siempre se espera un poco. Y para que pueda saltar a la vista, deben haber pasado, al menos, unas cuantas semanas.
No debió de importarle lo suficiente porque evitó cortar aquello a tiempo y se embarcó en seis maravillosos meses de paz interior, tops ajustados y paseos en biquini por la orilla.
De dónde se sacaría un bebé o una buena excusa, sería un problema que ya resolvería pasado este tiempo.
Había sido su decisión y ahora tenía que seguir adelante.
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