Divagaciones: mis siete muertes

Foto: Mikhail Nilov

Solo los jóvenes se creen inmortales.

Los primeros años de existencia son un avance plácido, una sucesión de días en los que apenas pasan cosas. Te relacionas en un entorno medido que se circunscribe al entorno familiar y escolar.

Cuando tu mundo empieza a crecer contigo, a medida que avanzas, comienzan los primeros puntos de inflexión, esos giros que te hacen cambiar de perspectiva, que rompen en un momento la creencia que tenías sobre ciertas cosas de una manera dolorosa.

Son para mí pequeñas muertes. Trozos de tu existencia que se van reconfigurando para poder ver la realidad desde otro punto de vista. Imagino mi consciencia como una ventana de colores muy definidos y perfectos que se fueron rompiendo y volviendo a acomodar formando un nuevo vitral de esos colores entremezclados, en continua construcción.

Foto: Adam Gonzáles

La primera vez que morí, fue en manos de la que decía ser mi mejor amiga. Dejó de hablarme, reemplazó mi compañía y me negó sus confidencias. Me rompió. Atacó mi sentido de equilibrio y volvió mi suelo frágil. Traicionada y burlada, incapaz de superar aquello, tuve que replantearme qué era en verdad la amistad.

Mi segunda muerte tuvo, cómo no, al amor como protagonista. No fue súbita como la primera, la del terremoto. Esta vez fue un adagio. Después de colgar el teléfono, mi corazón latió con un segundo de retraso. La respiración hizo un silencio largo. Y mi cerebro no reaccionó más rápido que todo lo que a mi alrededor s e   m  o  v   í   a     t   a   n     l    e    n   t   oooooooo

ya no te quiero

Sentí un ligero chasquido cuando todo se volvió a poner en marcha. Y un dolor diminuto, un cristal agudo punzando mi pecho. Estaba muerta otra vez. Respiraba, caminaba y veía, pero todo a medias. Los colores ya no eran de colores. Y la canción que me hacía saltar de la silla, sonaba a marcha fúnebre. Por no vivir, ni comía. Y esa que fui a través de él, murió trágicamente como corresponde a las muertes por desamor. Cicatrices grandes, visibles, dolorosas.

He muerto más veces. Y en esas otras muertes, supe que el desamor no era la peor de ellas.

Morí siendo niña. Antes del amor y la amistad, murió mi infancia. Fue una muerte tierna la de la inocencia. Vi cómo mi árbol familiar era podado de forma abrupta. Perdí a dos familiares cercanos y, aunque en ese momento entendí la muerte como algo natural y parte de un ciclo, sentí el mismo vacío que dejaron mis dientes de leche al caerse. Que fueron suplantados por mis dientes nuevos, y el hueco dejó de existir, pero aquellos dientes de leche jamás volvieron. Una bienvenida temprana al duelo.  

Hay otra muerte que juega y baila, haciendo evidente nuestra fecha de caducidad. Es la pérdida de la salud. Según el diagnóstico, puede llegar de golpe o simplemente mandar un aviso. Pero sin duda frena la inercia de tu vida. El recuerdo borroso del miedo, la absoluta soledad y la impotencia se apoderan de ti. Ya no eres dueña de tu vida, pierdes el control y llegas preguntarte si, después de ese diagnóstico, lo que venga será más real. Si estás más viva ahora, en medio de este baile con el destino universal de la humanidad. Esta muerte no se instala como el pinchazo agudo en el pecho, se siente en todo tu cuerpo, la carnalidad se vuelve en tu contra haciéndote vulnerable.

Foto: Mathew Macquarrie

Otra de mis muertes, la más necesaria, ha sido la de la identidad que ya no me pertenecía. Sabes que la versión apócrifa de ti debe morir cuando notas que algo falla en tu cabeza. Como si de un virus se tratara, identificas pensamientos intrusivos. La construcción del yo gira alrededor de un puñado de etiquetas heredadas e impuestas por ideales publicitarios. Esta muerte, solo ejecutada por uno mismo, es de las más importantes y memorables. Y debería de festejarse por todo lo alto, más que el cumpleaños dieciocho. La calma inusitada después de esta conquista es un renacer a otro nivel de consciencia.

La sexta vez que morí, dolió más que las anteriores. Porque mi cuerpo seguía en pie, pero por dentro, las esperanzas y sueños habían desaparecido. Algo muy profundo se rompe cuando no tienes dónde asirte para seguir. Me quedé ciega, incapaz de ver más allá. No había futuro. Me volví agéusica, no solo con la comida, sino con la vida. Sin duda alguna recomiendo evitar la muerte número seis, a toda costa. Sin sueños, nuestro espíritu carece de alimento; y sin esperanza no hay oxígeno para seguir adelante. Si muere el motor de nuestra existencia, rápidamente hay que buscar su reemplazo. Esta muere es un aviso de cómo no hay que vivir.

Mientras tú lees esta divagación, está teniendo lugar mi séptima muerte. La muñeca de barro que construyó mi niña del pasado se está muriendo ahora en mi cuerpo adulto. Lo noto en las tripas, en el colapso de mis órganos que exclaman: es tiempo de mudanza. Y la fuerza de la sangre nueva, combustible indispensable para el cambio, arrastra los restos de aquella muñeca de barro. Y se lleva también la proyección lanzada con toda mi fuerza infantil al universo. Todo lo que iba a hacer, tener y ser, está desdibujándose en mi vida adulta. Ese avatar está muriendo ahora, es pura anacronía.

Aún me quedan más muertes que padecer hasta que por fin venga la última, la que fulmine mi sombra de esta vida. Sin ellas no podríamos vivir más que a medias y defectuosos porque, como un modelo en constante evolución, nuestro propósito real es la búsqueda de un yo mejorado.

Te deseo que vivas muchas muertes para renacer y seguir con el espectáculo. Siempre serás la protagonista de la función, y también interpretarás los papeles de reparto, sin renunciar a dirigir, apuntar y ser, además, espectadora.

Y cuando el telón baje no habrá aplausos y eso estará bien, el por qué te lo contaré en otra divagación.

Karmen Tamayo
Barcelonesa de adopción y milenial con alma de generación X. Comunicadora y oradora nata, aunque la comunicación audiovisual le sirvió para saber lo que no quería ser. La declaración de la renta siempre le sale a pagar, y eso que abona muchos impuestos debido a sus comisiones como consultora de ventas en cosmética selectiva. Se desarrolló en el lujo trabajando en Dior y conoció la farmacia con Nuxe, así que sabe mucho de tratamientos faciales como sobre la verdad de los diablos que huelen a J´adore. Sus conocimientos en marketing, publicidad y atención al cliente hacen que sea la consumidora más exigente que te puedes encontrar. Aficionada al mar y a que le echen las cartas. Retoma su actividad en la escritura después de que su último artículo fuera escrito desde la cafetería de la universidad.