La pasión egipcia

Para cruzar la calle, tienes que lanzarte a los coches.

Y no hay intención suicida en este acto, tampoco ambición de héroe. Es necesidad de cruzar la calle, supervivencia. Aunque también me tocó presenciar un cruce de intención suicida. La diferencia reside en los ojos del que cruza las avenidas. Si quieres vivir, cruzas mirando la acera de enfrente, controlando las posibles embestidas vehiculares por la derecha o la izquierda, según a dónde te dirijas. Si quieres morir, le das la espalda  a los automóviles y echas a andar.

Nadie usa el cinturón de seguridad. Y las luces del auto no se activan de noche si el conductor considera que es capaz de ver sin ellas. Y así se mueve el tráfico en Alejandría: serpientes metálicas que se enredan sin llegar estrangularse. “Los conductores hacemos las reglas, no la policía”, me contó divertido Mustafá mientras caminábamos de noche por el paseo marítimo. Así explicaba la asombrosa naturaleza del caos.

Y mira que ni Carlota ni yo somos de usar el coche en España. Nos movemos andando, en metro, en bicicleta. Pero nuestros traslados en Egipto fueron todos en taxi. No hay otra forma de llegar a tiempo. Y por más que mi amiga (actriz, productora y distribuidora) gestionó todo como un reloj con las autoridades competentes, nos confirmaron el viaje con apenas dos semanas de antelación. Y nuestra agenda estaba cargadita.

Momento del taller «From the story to the stage (Del cuento a la escena)». Foto: Tuqa Saad

Actuar en el Festival Internacional de Teatro Independiente de Alejandría, ella con su Ofelia Vegetariana (Ofelia Nabatia, en árabe) en el Centro Cultural Jesuita, y yo con mi taller de creación escénica From the story to the stage, en la Biblioteca de Alejandría. Además, cumplir con nuestros compromisos con el Instituto Cervantes, que incluían mi performance Macario, muerto de hambre y una conferencia sobre dramaturgia, y el seminario de Carlota Berzal La belleza en lo deforme.

Se resumen así las cuatro actividades principales por las que viajamos a Egipto hace unos días. Y en  los espacios de tiempo entre un espectáculo y otro, hilvanamos el resto de planes: asistir a las obras de teatro programadas por el festival, convivir con el resto artistas, hacer networking, contestar entrevistas, ver la ciudad con ojos de turista curioso y apresurado, y especular sobre si podríamos ver las pirámides de Guiza y Lúxor.

Ricardo y Mustafá frente a la Esfinge. Foto: Mustafá Tarek

Egipto es masivo  e intenso.

Y Carlota y yo somos dos animales salvajes. No nos amedrenta dormir poco, saltarnos las comidas, ni golpear nuestros cuerpos extasiados contra el escenario mientras actuamos. Descansamos poco o nada, con tal de exprimir la oportunidad de aprender y mezclarnos con otra cultura. No es presunción, ni hago apología de los desórdenes alimenticios. Es lo que es, nuestra naturaleza vehemente y superlativa.

Y nos reímos tantísimo. Casi siempre de nosotros mismos.

El teatro en Alejandría se vive apasionadamente. Y no es un lugar común en la cursilería lo que busco al decir esto. Apasionadamente. Lo que más me llamó la atención es que el público participa de una forma muy activa durante la representación. Son capaces de interrumpir la acción con sus aplausos las veces que consideren necesario. Y el aplauso no siempre indica un gozo. A veces es un aviso, una alerta a quien está interpretando. Cuando la obra tiene momentos que la audiencia considera brillantes o emocionantes, nadie duda en arrancarse a aplaudir a la compañía para reconocer ese trabajo. No obstante, si la obra es más bien floja de ritmo, las actuaciones planas, o simplemente aburrida, el público arranca a aplaudir para “motivar” a los actores. Bueno, lo de motivar me lo explicó Mustafá, que es de Alejandría. Pero yo, como actor, si recibiera el aplauso “motivador”, me sentiría más bien avisado. Espabila, guapo, espabila, que nos quedamos dormidos.

Lo bueno, es que se nota. Es posible distinguir entre un aplauso de reconocimiento y uno de alerta. El primero es espontáneo y masivo, va cargado de jaleos y alegría. El público está gozando. El segundo, es progresivo y no siempre generalizado. A veces aplaude solo un pequeño grupo de gente, y se hace de forma enérgica, más urgente que gozosa.

Ofelia Vegetariana. Foto: Jesuit Cultural Center

Durante nuestra actuación en el Centro Cultural Jesuita (una de las sedes del festival) con Ofelia Vegetariana, el aplauso de reconocimiento al trabajo interpretativo de Carlota fue el presagio de los premios recibidos en la gala de clausura: Mejor Actriz Principal y Premio Especial del Jurado a la obra. Yo, que en 2015 ayudé a escribir y dirigir esta pieza, estuve operando las luces durante la función, entre los nervios de que saliera todo preciso y limpio, y la emoción de ver en escena a mi amiga artista, dando vida a ese torbellino de contrastes que es Ofelia. No tuvimos más que diez minutos para recoger el camerino y salir corriendo a la siguiente obra del cartel de programación. No había tiempo de regodeos de éxito ni alabanzas. Había que lanzarse otra vez a la calle.

Otro aspecto que me fascinó del teatro árabe fue el respeto que le tienen a aspectos teatrales que, en Europa por ejemplo, ya se consideran bastante caducos. Escenografías imposibles, espectaculares coreografías, vestuarios y maquillajes que requieren horas de preparación, y diseños lumínicos donde parece que gana quien use todos los focos del peine. Recalco mi fascinación desde el absoluto respeto a esas diferencias con el teatro que suelo consumir y hacer en España. No es ironía, fue entrar en un universo de otra época.

Cabe recalcar que el idioma supuso una gran barrera como espectador, ya que la mayoría de países participantes (Egipto, Irak, El Líbano, Arabia Saudita, Omán, Túnez)   actuaron en árabe. De ahí que mi atención se fuera a los elementos teatrales que trascienden el idioma: la estructura dramática, el ritmo, las interpretaciones –en su mayoría brillantes-, la musicalidad, etc.

Macario muerto de hambre en Egipto. Foto: Nada Zidan

Yo actué sin escenografía, sin luces teatrales, sin espacio escénico al uso. Así es Macario, muerto de hambre, una apuesta por el cuerpo del actor como un espectáculo en sí mismo. Y no me refiero a mi fisonomía, sino a la herramienta con la que soy capaz de crear diálogo, espacio y tiempo. Un cuerpo al servicio de un personaje esquizoide con discurso errático. En exclusiva para esta representación conté con la traducción simultánea al árabe. Desde fuera, la Dra., Nabila Hassan, con su sabiduría actoral, puso voz árabe a Macario. Fue una experiencia extraordinaria para mí como intérprete. Primero, porque no sabía que iban a traducir mi pieza en directo. Así que asumí la sorpresa cuando ya estaba dentro del cuerpo atormentado de Macario. Y segundo, porque fui incorporando la traducción como parte de las voces que el personaje escucha en su cabeza, con el fin de adaptar el ritmo de la representación. Las únicas veces en que Nabila permanecía callada era cuando Macario introducía expresiones en árabe.

Inmediatamente después de actuar, conversé con los asistentes que querían saber detalles de la creación: creación dramatúrgica, significado del vestuario, origen de la caracterización, mi técnica interpretativa, los motivos circulares de la estructura… Todo lo que iba viviendo, sumaba peso a la mochila de la adrenalina y la intensidad del viaje.

El público egipcio es respetuoso (hasta para indicar su aburrimiento aplaude), es agradecido, es puro. Tanto Carlota como yo recibimos todo tipo de reconocimiento por nuestro trabajo actoral y pedagógico. La petición de retorno. Nos escuchamos prometiendo que íbamos a volver. Y vamos a volver.

Volveremos también por visitar las pirámides de Lúxor y El Cairo, de donde solo pisamos el aeropuerto. Pero es que no había forma de exprimir más ese viaje, esos siete días en los que hemos vivido tantas cosas tan intensas. Días a los que nuestros amigos egipcios pusieron broche de oro organizando un viaje de última hora a las pirámides de Guiza.

Turismo en Guiza. Foto: Mustafá Tarek

Y pudimos ver La Gran Esfinge, y tocar esas piedras, pasear en camello y cabalgar, a toda velocidad, caballos cansados y acostumbrados al desierto, que nos transportaban sin montura, clavando sus huesos en los nuestros. Y pasamos de largo un par de cadáveres equinos, comidos hasta la mitad por los buitres, que alzaron el vuelo al vernos aparecer como los jinetes del apocalipsis.

Y yo grité al guía: más rápido Karim, más rápido. Y él, con su látigo, hizo volar a los cinco caballos del grupo. Y yo abrí la boca y seguí gritando de júbilo, por estar vivo, con todas mis fuerzas.

Ricardo Mena Rosado
Artista binacional (México-España) residente en Madrid. Actor, director, escritor y pedagogo teatral. Licenciado en Arte Dramático con Especialidad en Interpretación Textual por la ESAD Sevilla (España) y Licenciado en Educación Secundaria con Especialidad en Inglés por la ENSY de Mérida (México). Su obra teatral como actor, director y pedagogo se ha desarrollado en España, México, Alemania, Italia, Egipto, Rumania y Bangladesh, tanto en producciones locales como festivales internacionales. En 2011 crea Ekkyklema Teatro, sello bajo el cual escribe, dirige e interpreta un teatro que investiga la transversalidad de lo narrativo y lo escénico: Macario, muerto de hambre, Monstruo, Acullá. Más allá de aquí y Czech dream son algunos ejemplos. Su carrera como actor de cine y televisión incluye las series Malviviendo, Flaman, Valeria, Intimidad, Las pelotaris, Silent witness, Ella es tu padre; y largometrajes como Obra 67, La flor de lis y Els nens salvatges. @ricardo_mena_rosado / www.ricardomenarosado.com