La niña estaba en el kínder, caminaba hacia el baldío agarrada de la mano de su amiga. La niña se acomoda la ropa interior en el centro de su cuerpo, “se siente rico”, le dice a su amiga, la invita a probarlo. Así se veían, a lo lejos, este par de niñas observadas por sus maestras. Las dos siluetas crecían ante sus ojos y la duda marcaba sus pasos: ¿Cómo les decimos? ¿Avisamos a sus padres? ¿Y qué les decimos a ellos? Las niñas son tomadas de las manos y llevadas de regreso a los edificios centrales de la escuela. Ellas miraban sin entender lo que les incomodaba a sus maestras, las que a su vez se encontraban en una lucha interna que termina en: no lo hagas está mal vamos, regresen a su salón… La niña vivía esa reprimenda sin comprender. La niña sale de su escuela y en su casa, de vez en cuando, repite la experiencia del placer cotidiano de tocarse, —rozar su cuerpo con los muebles, con el agua— la experiencia del gozo del cuerpo… Y así, acompañando a su madre a la tienda de telas encuentra la delicia de la caricia, el contacto con las texturas la fascina… y se pierde entre los rollos de tela hasta quedar ausente de la realidad, aislada del mundo y el bullicio sola, entre rollos de tela interminable para disfrutar… Y en su casa, de vez en cuando, la madre permanece viendo a la niña desde lejos, sin saber qué hacer, tomando caminos laberínticos en la casa, cambiando el ángulo de visión, para saber y observar: ¿Qué le pasa a esa niña?… Finalmente se decide por llevarla al doctor. Le comenta de manera tímida y asombrosamente relajada: ¿Qué es lo que pasa a mi niña? El doctor dice que es natural que hay niños más despiertos que otros, que sólo hay que cuidar las infecciones. Niña y madre salen del hospital, la una inocente, la otra informada, y camina cada una su realidad… La niña vive el día a día, día a día, día a día, habitando su cuerpo en contacto con el mundo, libre de pensamiento, lejos de saber que todo puede cambiar… De un momento a otro tiene trece años. Se encuentra en un teatro. Conmovida por la escena, ignora que ese sería el último día de su inocencia. No fue decisión de ella. Sus pasos se dirigieron tras bambalinas y ahí, en el doble umbral que separa al espectador de la escena, un depredador la sorprende tomandola por las nalgas, cargándola como una niña, haciéndola perder el piso. Ella le dijo: “bájame”, él no la bajó, ella le dijo: “suéltame”, él no la soltó. Con las peticiones, las repeticiones de las peticiones, y la falta de respuesta a sus peticiones, ella fue perdiendo la voz. Abría la boca y el sonido no salía, empujaba las manos y los brazos no cedían, ¿quién era ese depredador? ¿Por qué no hacía lo que le pedía? sus peticiones eran fáciles… Con la cabeza cerrada y los pies al aire, la niña espera que alguien la ayude: ¡Por favor! decía casi sin aliento, las lágrimas le corrían por largos surcos interminables, hasta que alguien terminó con su levitar… La niña no entendió. La historia se repitió por más de 15 años, cada que este depredador estaba enfrente, la joven investigaba las maneras de formular palabras para que él la soltara… Nunca supo que podía decirle a alguien, nunca supo que ese alguien podía evitar que siguiera pasando lo que pasaba, nunca pudo demostrar que esto sucedía, sin testigos, sin pruebas, sin nada. La joven sale a la calle, como se sale a todas las calles del mundo, y siente la brisa de la mañana, el aroma de los mangos y las flores. En este periplo cotidiano, como cotidianas son las alabanzas, a su cuerpo, a sus piernas, a sus nalgas, a su largo cabello negro azabache, y en respuesta a esta adulación sin arte, a la caricia de miradas constipadas, ella encuentra solución en no mirar y le pone anteojeras a su alma… La costumbre la volvió ciega de afuera, la cerró a los placeres del observar, no mirar, a todo hombre ignorar, a todo lo sentido no expresar. La vida es una gran maestra, se decía: no hablar, no mirar, no accionar. Habiendo bien logrado aislarse, la conquista de tu cuerpo es cosa aparte. Unos ven en su cuerpo el instrumento para su goce, otros ven un cuerpo para castigar, unos otros no le importa su existir, y mientras tanto… ¡Ella camina! con su placer, sin la expresión franca de su fuerza, con la caricia del aire en su existir, adivinando el origen de la vida y observando lo que ocurre en su vivir. La niña aún existe en ese cuerpo, lo que ya no está es el fluir. La piel ha sido herida por el peso del estar, caminar y del sentir. Basta con nacer mujer y ser bella para alguien, que ese alguien en cuestión sea ruin, para romper la fresca vida de una niña, que sabía que la vida es un festín. Todo cuerpo significa, todo andar es un derecho, toda vida glorifica. Cantemos a la inocencia y a la metamorfosis por voluntad propia. |
Poesía La niña de Erika Torres

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